viernes, 12 de septiembre de 2014

NO HAY UN DIOS TAN GRANDE COMO TU Y NINGUNO QUE PUEDA HACER LAS OBRAS QUE TU HACES.

Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos… No hay lenguaje, ni palabras, ni es oída su voz… Hasta el extremo del mundo sus palabras. Salmo 19:1-4 La existencia del mundo plantea dos preguntas: ¿Quién lo creó? ¿Con qué objetivo fue creado? La Biblia da la respuesta: “Porque toda casa es hecha por alguno; pero el que hizo todas las cosas es Dios” (Hebreos 3:4). Toda casa requiere un constructor. Del mismo modo, la naturaleza que nos rodea y el hombre mismo testifican de la existencia de un creador que planeó todo con un objetivo concreto. Los hombres más inteligentes bien pueden ingeniárselas para tratar de encontrar otras explicaciones, pero éstas nunca serán satisfactorias. El mundo material, el mundo vivo, la conciencia, el lenguaje humano… no fueron producidos por la energía, ni por el tiempo, ni por el azar. Hay otra cosa, hay un Dios. De la naturaleza sale una voz: una simple flor nos maravilla, da testimonio de la grandeza de Aquel que la creó y le dio un perfume determinado. Un bebé nos habla de Aquel que da la vida y que nos permite transmitirla. Dios también llama a su criatura a tomar conciencia de su pequeñez: “Yo te preguntaré, y tú me contestarás. ¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia” (Job 38:3). Estas preguntas nos llevan a reconocer los límites de nuestro conocimiento y a inclinarnos ante Dios, ante su inteligencia suprema y su conocimiento absoluto… ¿Y qué podemos decir cuando el curso normal de la naturaleza se ve perturbado? ¡Cuán pequeños, vulnerables e impotentes nos sentimos ante un terremoto, una tempestad e incluso sencillamente ante una fuerte tormenta!

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