sábado, 31 de mayo de 2008

UN PUEBLO DIFERENTE

Tengo una buena noticia: Dios ha prometido restaurar a su pueblo en los postreros días, restaurar a su iglesia, volver las cosas a su debido lugar, exaltar a Cristo ante los ojos de las naciones. Dios está llamando un pueblo para sí, un pueblo que le responda. Mientras que el mundo, en estos tiempos finales, irá de mal en peor, haciendo cada cual lo que le parece en una carrera desenfrenada y acelerada, Dios levantará un pueblo que, como contraste, vivirá como El quiere, haciendo SU voluntad, por haber reconocido a Jesucristo como su Señor.
El gran escritor inglés C.S. Lewis, en uso de sus libros dice:
En suma, sólo existen dos clases de gente: los que al fin le dicen a Dios, “Hágase tu voluntad” y aquellos a los cuales Dios dice por último, “Hágase tu voluntad”.
¿A cuál de estos dos grupos perteneces?
VENGA TU REINO

Cristo nos enseñó a orar:
Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.
VENGA TU REINO… SEA HECHA TU VOLUNTAD, como en el cielo, así también en la tierra.
Hasta ahora sólo hemos pensado en el aspecto escatológico del reino, en su futuro. Entre tanto, vivimos como nos parece. Pero hay dos aspectos de él que deseamos considerar: Uno es la extensión del reino; y esto es para nosotros ahora, porque el reino de Dios viene a mi vida cuando Cristo comienza a reinar en mí. De igual modo, su reino llega a mi hogar cuando Cristo comienza a reinar en él.
El otro aspecto es la consumación del reino. Eso será cuando el Rey en persona descienda y establezca su trono aquí en la tierra.
Hagamos nuestra esta oración: Venga tu reino. Y en vez de pensar solamente en aquel día en que Cristo vendrá, pensemos en el día de hoy. “Señor, venga tu reino. Señor, reina en mi vida. Sea hecha tu voluntad como en el cielo, así también en mi vida, así también en mi hogar, así también en mi negocio, en mi fábrica, en mi escuela, donde yo estoy, donde vivo. Hágase tu voluntad. Señor. Venga tu reino.” En esa frase hay unción. Haz la prueba. Ponla en tu espíritu y dí con fe: “¡Señor, venga tu reino!”
Esto es tan importante que con todo mi ser ruego que el Espíritu Santo te alumbre y te quebrante frente al nombre SEÑOR. Porque en este nombre hay poder para transformar tu vida, tu hogar, tu congregación. Desde lo más hondo de tu corazón proclama a Jesucristo como Señor de tu vida. Todo lo que eres, todo lo que tienes, tráelo a los pies de Jesús. Llámate a ti mismo, esclavo de Jesucristo.

sábado, 24 de mayo de 2008

EL JOVEN RICO

Cierta vez se acerca a Jesús un joven muy rico.
-Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para obtener la vida eterna?
-Guarda los mandamientos.
-¿Cuáles?
Cristo enumera algunos y con cierta satisfacción el joven le responde:
-Todo esto lo he guardado desde mi juventud.
¿Hay algo más?
-Una cosa te falta, una sola.
-¿Cuál?
-Vende lo que tienes, y dalo a los pobres… y ven, sígueme.
-El muchacho se entristece. Es muy rico.
-Pero, Señor, ¿qué estás diciendo? Para recibir la vida eterna, ¿uno tiene que vender todo lo que tiene?
Si hubiéramos estado en la rueda de los discípulos, con una mentalidad antigua, le hubiéramos dicho a Jesús: “Maestro, permítenos una palabra. Eso que le has dicho al joven, ¡no es bíblico! ¿Dónde menciona la Biblia que para entrar al reino de Dios uno debe vender todo lo que posee? ¿Acaso no es gratuita la salvación?”
El joven se encuentra frente a la puerta del reino, casi entra, pero… no. Toma una actitud que parece decir: “Lo que tengo es mío. Yo soy el dueño y señor de mi vida y de mis posesiones”. Luego da media vuelta, mira a Cristo por última vez y se aleja para hundirse en la tristeza y en las tinieblas.
Cristo queda mirándole. ¡Parecía estar cerca, pero no pudo entrar!”
Cuando ya su figura se pierde en la distancia, Cristo suspira y dice: -¡Cuán difícilmente entrarán en el reino los que tienen muchas riquezas!
Pero, ¿es que para entrar al reino de Dios hay que vender todo lo que posee? Entrar al reino no es cuestión de vender o comprar; hay un solo requisito: reconocer a Cristo como Señor de la vida. Si Cristo es mi Señor, es Señor de todo lo que soy y tengo. Pero si no es Señor de mi todo, sencillamente no es mi Señor. Este es el conflicto que hace sucumbir al joven rico.
Cristo le dice a otro: -Sígueme.
Se acerca el joven y dice: -Señor, ayer falleció mi padre. Deja que lo enterremos hoy, y después te seguiré.
¿Qué diríamos nosotros en tales circunstancias?
-OH, le acompaño en el sentimiento. Vamos a orar por usted. Atienda nomás.
Cristo, en cambio, le dice: -Deja que los muertos entierren a sus muertos: y tú, sígueme.
¡Qué exagerada sonaba en un principio ésta demanda de Cristo a este joven! Ahora entendemos que Jesús predicaba el evangelio del reino, en el cual conversión significa rendición total a su autoridad. Ni una sola vez Jesucristo rebajó la norma, siempre exigió todo o nada.
-Te seguiré, pero deja que primero…
Cristo contesta: -No. Si quieres seguirme, primero estoy yo, y no hay nada después de mí.
Otro responde a Cristo: - Señor, te seguiré. Pero permíteme antes ir a la chacra de mis padres para despedirme de ellos.
¡Qué buen muchacho! Educado y afectuoso. No hay ningún mal en despedirse de los padres. Sin embargo, Cristo le dice: -Ninguno que, poniendo su mano en el arado mira atrás, es apto para el reino de Dios.
Jesucristo busca hombres que se rindan enteramente a El, porque esa clase de hombres va a edificar su iglesia. Todos deben entender bien desde el principio que seguirle significa reconocerle como Señor y Rey de la vida, como autoridad suprema e incuestionable.

miércoles, 21 de mayo de 2008

ZAQUEO

En Jericó vive un hombre de baja estatura llamado Zaqueo. Tiene muchos deseos de ver a Jesús, pero no puede: ¡es muy pequeño! Un día, a cualquier costo, se propone lograrlo. Calcula por donde puede pasar, se sube a un árbol y espera el gran momento. “Me voy a dar el gusto. Lo voy a ver como desde una platea”.
Allí viene Cristo, rodeado de mucha gente. Avanza lentamente. Zaqueo está expectante… Se acerca… Ya lo puede oír… Toda la caravana, con Cristo en el medio, pasa justo debajo de su árbol. Su corazón palpita como nunca. “¡Al fin lo veo! ¡Al fin lo escucho!”
De pronto Cristo se detiene en ese preciso lugar. La caravana también. Cristo mira hacia arriba. Todos hacen lo mismo. Ven a Zaqueo. ¡Qué vergüenza! ¡Un hombre como él subido a un árbol! Cristo le dice: -Zaqueo…
El, maravillado, se pregunta: “¿Cómo sabe mi nombre?” Aumenta la expectativa en su corazón. Sigue escuchando.
-Date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa.
No le dice: “Zaqueo, ¿Me recibirás en tu casa?” No, le da una orden: “Desciende… y pronto… hoy es necesario que me hospede en tu casa”. ¿Qué está queriendo hacer Cristo? Lo mismo de siempre. Su mandato pone a Zaqueo frente a la disyuntiva: Y este, ¿Quién es? Está bien que haga milagros y demás, pero en mi casa mando yo. ¡Por su propia cuenta decide venir a mi casa, me obliga a bajar y todavía tiene la exigencia de que sea pronto!”
Es lo mismo que si yo te dijera a ti: Esta noche voy a cenar a tu casa. Así que, ¡apresúrate!” Tú me responderías: Un momento. En mi casa mando yo. Tú vienes cuando yo te invito.” ¡Es lógico!
Zaqueo permanece aún arriba del árbol. Pero está, más bien, frente a la puerta del reino de Dios (y en el reino de Dios se hace fuerza y los valientes lo arrebatan). De modo que Zaqueo turbado. No sabe qué hacer; encaramado todavía en la copa del árbol no atina a reaccionar, a decir nada; pero dentro de él aquella personalidad no sujeta a Dios comienza a resquebrajarse, a crujir… ¡hasta que, al fin se rompe! Baja entonces del árbol y va a su casa.
-¡Querida, querida! ¿Dónde estás? ¡Rápido! ¡Pronto! Hay que arreglar la sala y acomodar las sillas. Que se prepare algo y se ponga la mesa. ¡Que viene Jesús!
Sale la mujer alarmada: -Zaqueo, ¿Qué te pasa?
-Mujer, no hay tiempo, que viene para acá.
-Pero, ¿quién viene?
-¡Viene Jesús!
-¿Quién? ¿Jesús? ¿Y tú lo invitaste?
-No, yo no lo invité.
-¿Entonces…?
-¡Se invitó solo!
-Zaqueo, ¡reacciona! ¿Has perdido la cabeza? ¿Cómo va a venir si tú no lo invitaste? ¿Quién manda en esta casa?
¡Esa es la pregunta! ¿Quién manda? Zaqueo inclina la cabeza y en forma casi solemne dice:
-Hasta ahora, Zaqueo. Desde ahora, Jesús.
Luego llega Cristo. Se sienta a la mesa. En cierto momento Zaqueo no puede más y se pone en pie:
-Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y al que le robé se lo voy a devolver cuatro veces…
¿Quién le ha enseñado todo esto? ¿Cómo ha experimentado tal cambio? Es que ahora es Otro el que manda y él lo reconoce. Cristo, entonces, dice:
-Hoy ha venido la salvación a esta casa… porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido. Cuando el hombre perdido y rebelde –que no quiere ceder a la voluntad de Dios- de pronto cambia su actitud y se sujeta a El, encuentra la salvación. Sin embargo, no todos responden así a Cristo, aunque Cristo ordena, no obliga. La respuesta viene de parte del hombre.

martes, 20 de mayo de 2008

MATEO

Otro día, en el mismo pueblo, Jesús sana a un paralítico. La gente está maravillada, y le sigue. Al pasar por cierto lugar, se detiene. En la vereda, en una rústica oficina, un cartelito reza: “Se cobran impuestos para el Imperio Romano”. Hay un hombre sentado, cobrando, haciendo cálculos y listas. Es Mateo. Algunos esperan turno para pagar sus impuestos. Cristo, rodeado de gente, se para ante él.
Mateo se sorprende. “¿Qué sucede? ¿Vienen todos a pagar?” Pronto descubre que todas las miradas caen sobre él. En medio del grupo hay uno cuya personalidad es diferente, mirándole con detenimiento, con ternura y firmeza: Jesús. Mateo queda atento esperando oír algo. Cristo no le dice: “Tú tienes que saber cuatro cosas. Primero, que Dios es amor; segundo, que tú eres un pecador; tercero, que yo voy a morir por tus pecados; cuarto, si tú me reconoces como tu Salvador personal, serás salvo.” ¡No! Cristo pronuncia una sola palabra.
-¡Sígueme!
Ponte por un momento en el lugar de Mateo. Tú estás trabajando; alguien se detiene frente a ti y con autoridad te dice: "Sígueme".
“¿Qué significa esto? ¿Qué pretende este hombre? “No podrías evitar cierta turbación.
Mateo quiere responder, pero en su interior, como un eco constante sigue resonando esa palabra: ¡Sígueme!... ¡Sígueme! Piensa: “Hasta ahora nadie me ha dado órdenes. ¿Quién es éste? ¿Por qué seguirle? ¿Para qué?” Quiere responder, pero se detiene. “¿Le digo que venga más o menos a las seis, cuando cierre la oficina? No, no puedo. Esto es una orden.” No se puede poner condiciones, ni cuestionar, ni preguntar. Se sigue o no; se obedece o no. “¿Y si viniera a fin de mes; así entrego las planillas y presento la renuncia…?”
Hay una lucha dentro de sí mismo; su personalidad no sujeta a Dios se resiste a obedecer. Pero algo está cediendo y quiere romperse y… finalmente se rompe. Mateo se pone de pie, empuja la mesa y comienza a andar en pos de Jesús. Eso es todo. Quizás exjefe de la oficina le dice:

-Mateo, ¿adonde vas?
-Sigo a Jesús.
-Pero, Mateo, ¿y el trabajo?
-Ahora El es mi jefe.
-Y, ¿vas a volver?
-No sé. Haré lo que El me diga.
-Pero Mateo…
-El manda en mi vida.
-Mateo, ¿estás loco?

Sí, para el mundo, una locura. Para los que creen y obedecen, poder de Dios. Mateo podría sintetizar su experiencia de esta manera: “Hasta este instante yo mandaba en mi vida. Ahora manda Cristo”. Todo su ser está a disposición de Cristo a partir de esa hora. Esa es la esencia de la conversión.

lunes, 19 de mayo de 2008

SIMON Y ANDRES

Algunos ejemplos ayudarán a entenderlo mejor. Cristo anda por las calles de Capernaum, Galilea. Se acerca a la orilla del mar. A cierta distancia, hay dos hombres pescando; se están ganando la vida. Cristo se detiene, los mira. Uno es Pedro; el otro. Andrés. Al sentirse observados levantan la vista y tropiezan con la mirada de Jesús. Cuando las dos miradas se cruzan. Cristo les lanza una orden, con toda autoridad:
-Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres.
No les dice: “OH, si ustedes vinieran en pos de mí, yo les haría pescadores de hombres”. Tampoco: “¿Quién de ustedes quiere venir en pos de mí?
Levante la mano.” No entra en detalles ni explicaciones. Pedro y Andrés quedan frente a una orden. ¿Qué se hace con una orden? Se obedece o no. No hay alternativa.
Pedro podría haber reaccionado diciendo: “Pero, ¿y éste quién es? ¿Qué pretende? Yo soy el dueño y señor de mi vida. Hasta ahora nadie me ha dado órdenes. ¿Cómo viene éste a ordenarme que le siga?” Pero, no fue esa su actitud.
Todo cuanto Pedro y Andrés entienden es que deben dejar lo que están haciendo y seguir a Jesús.
En cuanto a convertirse en pescadores de hombres, seguramente no comprenden nada. Sería si alguien me dijera hoy: “Ven, sígueme, te voy a hacer zapatero de almas”. “¿Zapatero de almas? ¿Qué es eso?” Así les suena a ellos lo de “pescadores de hombres”. Nosotros, familiarizados con el lenguaje bíblico, entendemos ahora lo que significa aquella expresión del Señor.
Cristo nos da explicaciones; sencillamente los pone frente a la disyuntiva. Es cierto que Pedro, como dueño y señor de su vida, hace lo que quiere. Pero, ahora hay otro frente a él quien pretende convertirse El en el Dueño y Señor de su vida. Y sus palabras resuenan con autoridad. Se produce un forcejeo en el interior de Pedro y finalmente algo se rompe en él; también en Andrés: su voluntad propia. Dejan ambos, entonces, sus redes y siguen a Jesús.
¿Qué significa eso para ellos? Sencillamente una cosa: “Ahora nos sujetamos a Jesús. El es quien manda en nuestras vidas.” Si Pedro tuviera que dar testimonio de aquella experiencia, diría: “Hasta ese momento, yo era dueño y señor de mi vida; desde entonces, Cristo lo es.

lunes, 12 de mayo de 2008

EL EVANGELIO DEL REINO DE DIOS

El término señor, marca la tremenda diferencia entre las primitivas congregaciones y las nuestras. Dios hoy está restaurando este título, volviéndolo a poner en su debido lugar. Cuando esta palabra resplandeció ante mis ojos y el Espíritu de Dios me reveló su trascendental importancia, comencé a leer de nuevo los Evangelios. Tuve ansias de volver a estudiar cómo predicaba Cristo, cómo evangelizaba. Después de haberlo hecho ya durante un tiempo prolongado en plazas, en parques, en trenes, en hospitales, en congregaciones, en campañas, quería ahora, como un niño, aprender de Jesús a predicar el evangelio como él lo hacía.
Quedé sorprendido, avergonzado y maravillado. Me pregunté: “¿De dónde saqué yo esta manera de predicar?” Jesucristo nunca usó nuestros métodos, ni nuestro enfoque. Jamás predicó a nuestra manera. Nunca preguntó: “¿Quién quiere ser salvo? Levante la mano… No tiene nada que pagar.” No hizo ofertas. Su proclama fue:
Arrepentíos… el reino de Dios se ha acercado.
Se trataba de un reino, un reino que venía a los individuos. ¿Cómo? En la persona del Rey. Cuando Cristo se acercaba a alguien, lo ponía frente a una obligada disyuntiva: entrar en el reino o quedar fuera de él.
¿Cómo entrar? Subordinándose, sujetándose a la autoridad del Rey. Cristo enfrentaba los hombres y mujeres con su propia autoridad: “Se sujeta a mí o no; me reconoce como el SEÑOR de su vida, o no”.
Y en éste momento, te lo está preguntando a ti… ¿que le respondes…?