viernes, 15 de febrero de 2008

EL TEMOR DE CAER

Cierto Temor se apodera, a veces de muchos que buscan la salvación: temen que no podrán perseverar hasta el fin. He oído decir: “Si yo hubiera de entregar mi alma al Señor Jesús, tal vez volvería atrás perdiéndome al fin. Antes he tenido sentimientos buenos y se me han alejado. Mi bondad ha sido como la nube de la mañana y como el rocío temprano. De repente ha venido, ha durado poco, ha prometido mucho y luego ha desaparecido.”
Querido lector, creo que este temor es a menudo el padre del hecho y que algunos que han tenido miedo de confiar en Cristo para todo el tiempo y toda la eternidad, han fracasado, porque su fe era temporal no siendo lo suficientemente sincera para salvarles. Principiaron confiando en Jesús hasta cierto punto, pero confiaron en sí mismos respecto a la continuación y perseverancia en el camino al cielo; así es que principiaron de un modo erróneo, resultando la cosa natural que no tardaron en volver atrás. Si confiamos en nosotros mismos respecto a la perseverancia, es cierto que no perseveraremos. Aún cuando confiamos en Jesús esperando de él buena parte de la salvación, no dejaremos de fracasar, si confiamos en nosotros mismos respecto a algo. No hay cadena más fuerte que el más débil de los eslabones: si de Jesús esperamos todo excepto una cosa, fracasaremos sin falta, porque en esa cosa tropezaremos sin duda alguna.
No me cabe duda que el error respecto a la perseverancia de los santos ha impedido la perseverancia de muchos que un día marchaban bien. ¿Cuál fue su tropiezo? Confiaban en sí mismos respecto a su carrera, en consecuencia quedaron parados. Cuidado con mezclar algo del yo en la argamasa con que edificas, porque la harás argamasa destemplada y las piedras no quedarán ligadas. Si miras a Cristo respecto al principio, cuidado que no mires a ti mismo respecto al fin. El es Alfa. Mira que te sea Omega también. Si principias en Espíritu, no debes esperar que te perfeccionaras por la carne. Empieza como piensas continuar y continúa como empezaste, siéndote el Señor el todo en todo. Pidamos que Dios el Santo Espíritu nos dé idea clara respecto a la fuente de toda fuerza necesaria para la perseverancia y para ser guardados hasta el día de la aparición del Señor.
Aquí sigue lo que dijo Pablo sobre este asunto al escribir a los corintios:
“Nuestro Señor Jesucristo… os confirmará hasta el fin, para que seáis sin falta en el día de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es Dios, por el cual sois llamado a la participación de su Hijo Jesucristo nuestro Señor.”—1Cor. 1:8,9.
Estas palabras admiten silenciosamente una gran necesidad al decirnos como se ha tenido en cuenta llenarla. Siempre que el Señor haga provisiones, podemos estar seguros que hay necesidad para ello, ya que el pacto de gracia no se distingue por cosas superfluas. En el palacio de Salomón se colgaron escudos de oro que nunca se usaron, pero en el Arsenal de Dios no hay tales cosas. Necesitaremos, por cierto todo cuanto Dios ha provisto. Desde hoy hasta consumación de todas las cosas será requerida toda promesa de Dios y toda provisión del pacto de gracia. La necesidad urgente del alma que cree es el fortalecimiento, la continuación, la perseverancia hasta el fin, el ser guardado para siempre. Tal es la necesidad del creyente más adelantado, porque Pablo escribía los santos de Corinto, personas de elevación, de las cuales podía decir: “Gracias doy a mi Dios siempre por vosotros, por la gracia de Dios que os es dada en Cristo Jesús.” Tales personas son precisamente las que sienten de verdad que diariamente necesitan gracia nueva para continuar el camino, perseverar y salir vencedores al fin. Si no fueran santos, no tendrían necesidad de la gracia; pero por ser hombres de Dios, sienten diariamente las necesidades de la vida espiritual. La estatua de mármol no siente la necesidad de alimento; pero el hombre vivo siente hambre y sed, se regocija que el pan y el agua no le falten, porque si le faltasen, perecería en el camino. Las necesidades personales del creyente lo hacen imprescindible que diariamente acuda a la gran fuente de todo tesoro espiritual, pues ¿Qué haría, si no pudiera dirigirse a su Dios?
Este es el caso tratándose de los más dotados de los santos – de los de Corinto enriquecidos de todo don de conocimiento y sabiduría. Necesitaban ser confirmados hasta el fin y a no ser así, resultarían su ruina sus dones y conocimientos. Si hablásemos lenguas humanas y angélicas y no recibiéramos gracia nueva de día en día, ¿Dónde estaríamos ahora? Si tuviéramos toda experiencia hasta ser “padres de la iglesia,” si fuéramos enseñados por Dios hasta comprender todo misterio, no podríamos vivir un solo día sin que la vida divina se nos comunicara desde la Cabeza del Pacto. ¿Cómo podríamos esperar que perseveráramos por una hora siquiera, para no decir por una vida entera, a no ser que el Señor nos llevará adelante? El que ha empezado la buena obra en nosotros, es el único que puede perfeccionarlo hasta el día de Cristo, si no resultará un triste fracaso.
Esta necesidad se debe en gran parte a nuestra propia condición. Algunos penan bajo el temor de no poder perseverar en la gracia, porque conocen su carácter caprichoso. Algunas personas son por naturaleza inestables. Otras son naturalmente obstinadas y otras igualmente volubles y ligeras. Semejantes a mariposas vuelan de flor en flor, visitando todas las hermosuras del jardín, sin hacerse morada fija en ninguna parte. Nunca paran en punto fijo bastante para hacer bien alguno, ni siquiera en su negocio, ni en sus estudios intelectuales. Tales personas temen con razón que diez, veinte, treinta o cuarenta años de vigilancia les resulte demasiado, tarea imposible. Vemos a gente afiliarse a una iglesia tras otra, hasta recorrer todas las rayas de la brújula. Son todo, todo por turno, pero nada, nada duradero. Estos tales tienen doble motivo de pedir a Dios que no sólo les haga firmes sino inmovibles; de otra manera no serán hallados “constantes creciendo siempre en la obra del Señor”.
Todos, aun los que no tengamos inclinación natural a la inconstancia, no podemos por menos de sentir nuestra debilidad, si somos vivificados por Dios. Querido lector/a, ¿no hallas lo suficiente en un solo día para hacerte tropezar? Tú que deseas vivir santamente, como pienso es el caso; tú que tienes un alto ideal de lo que debe ser la vida cristiana, ¿no hallas que antes de haberse limpiado la mesa después del almuerzo, ya has dado prueba de bastante torpeza para sentirte avergonzado de ti mismo? Si nos encerráramos en la celda de un ermitaño, nos acompañaría la tentación, porque entretanto que no podemos escapar de nosotros mismos, no podemos escapar de la tentación. Hay un algo adentro de nuestro corazón que nos debe mantener alertos y humillados delante de Dios. Si él no nos confirma, somos tan débiles que fácilmente tropezamos y caemos, no necesariamente vencidos por el enemigo sino por vuestro propio descuido. Señor, sé tú nuestra fuerza. Nosotros somos la misma debilidad.
Además de esto, notaremos el cansancio que produce una vida larga. Al principiar nuestra carrera espiritual subimos con alas de águila, después corremos cansados, pero en nuestros días mejores andamos sin desmayar. Nuestra marcha parece más pausada, pero es más útil y mejor sostenida. Pido a Dios que la energía del Espíritu y no meramente el fervor de la carne altiva. El que hace tiempo anda por el camino del cielo, encuentra que por razón buena se prometió que los zapatos serían de hierro y bronce, porque el camino es áspero. El tal ha descubierto que existen Collados de Dificultad y Valles de Humildad; que existe un Valle de Sombra de Muerte y peor todavía la Feria de Vanidad, todo lo cual se debe atravesar. Si hay Montes de Delicias (y gracias a Dios que los haya), hay también Castillos de Desesperación, cuyo interior los peregrinos han visto con mucha frecuencia. Todo considerado, los que perseveran hasta el fin en el camino de la santidad, será “objeto de la admiración.”
“¡OH mundo de maravillas, no menos puedo decir!” Los días de la vida del cristiano son como otras tantas perlas de misericordia ensartadas en hilos de oro de la felicidad divina. En el cielo manifestaremos a los ángeles, a los principados y poderes las inescrutables riquezas de Cristo que se empleó en nosotros y que disfrutamos aquí abajo. Nos ha mantenido vivos en las garras de la muerte. Nuestra vida espiritual ha sido una llama ardiendo en medio del mar, una piedra suspendida en el aire. Será el asombro del universo el vernos pasar por la puerta de perlas sin tacha el día de nuestro Señor Jesucristo. Debemos sentirnos llenos de grata admiración por ser guardados una hora siquiera. Espero que así nos sintamos.
Si esto fuera todo, habría razón suficiente para temer; pero hay mucho más. Es preciso que nos acordemos del lugar en que vivimos. Este mundo es un desierto espantoso para muchos del pueblo de Dios. Algunos de nosotros hallamos gusto especial en la providencia de Dios, pero para otros es una pena terrible. Nosotros empezamos el día con la oración a Dios y oímos el canto de alabanza a menudo en nuestros hogares; pero apenas se han levantado de sus rodillas por la mañana muchos de nuestros semejantes, cuando se les saluda con blasfemias. Salen al trabajo y todo el día se les aflige con nefandas conversaciones como el justo LOT en Sodoma. ¿Puedes andar siquiera por la ancha calle en estos días sin que sean acosados los oídos por el lenguaje más soez? El mundo no es amigo de la gracia. Lo mejor que podemos hacer con este mundo es terminar con él cuanto antes, porque moramos en campo enemigo. En cada matorral se esconde algún ladrón. En cualquiera parte es preciso andar con la espada envainada o al menos con la espada llamada oración constantemente a nuestro lado; porque hemos de luchar por cada pulgada del camino. No te equivoques en este punto, si quieres evitar la desilusión más amarga. ¡OH, Dios, ayúdanos y confírmanos hasta el fin! Si no ¿adonde iremos a parar?
La verdadera religión es sobrenatural en su principio, sobrenatural en su continuación y es sobrenatural en su acabamiento. Es obra de Dios desde el principio hasta el fin. Hay gran necesidad de que la mano de Dios sea extendida todavía. Esta necesidad siente mi lector/a ahora, de lo que se alegra; porque ahora espera del Señor la perseverancia, quien solo es poderoso para guardarnos de caída y glorificarnos en su Hijo.

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