domingo, 24 de febrero de 2008

ERES ESPECIAL PARA DIOS

Cuentan los indios cheyenes una leyenda acerca de una aldea aislada, situada a la orilla de un bosque. Siguiendo una costumbre de muchos años, los adultos salían uno por uno de la aldea, y atravesaban el bosque a hurtadillas por una estrecha senda, que llegaba a un arroyo plateado.
Un tronco, liso ya por el roce de tantos pies con mocasines que habían caminado sobre él, cruzaba el arroyo. Tras mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie lo observara, cada miembro de la tribu caminaba por el tronco hasta el centro del arroyo. Allí, dirigía la vista hacia la superficie del agua y veía reflejado en ella su propio rostro.
Enseguida, con voz tranquila, comenzaba a contarle al arroyo todas las cosas que guardaba en lo más profundo de su corazón, lo cual le hacía sentirse bien. Luego de terminar, volvía a la aldea.
Aunque todos los adultos hacían esto a menudo, jamás se lo contaron a nadie. No obstante, todos estaban, al parecer, enterados de que los demás hacían lo mismo.
Cierto día, dos niños encontraron la senda que se adentraba en el bosque. Como sentían curiosidad, la siguieron y pronto descubrieron el arroyo plateado. Cuando vieron el tronco, avanzaron por él y miraron hacia abajo. Allí en el agua, vieron el reflejo de sus rostros. Al poco tiempo empezaron a hablarle al arroyo, contándole lo que llevaban en lo más profundo del corazón, lo cual les hizo sentirse muy bien.
Regresaron corriendo a la aldea y llamaron a los adultos. Sin embargo, cuando les contaron lo que habían descubierto, y lo que habían hecho, los adultos se sintieron ofendidos… y amenazados. Hicieron huir a los niños de la aldea corriéndolos a pedradas.
El significado de la leyenda, según los propios cheyenes, es que todos necesitamos alguien con quién hablar, alguien con quien relacionarnos, alguien a quien podamos contar las cosas más profundas de nuestro corazón. Pero como esto es considerado también una señal de debilidad, cuidamos mucho de que nadie se entere de ello.
Los cheyenes tienen razón, en parte. El ser humano nace con una necesidad imperiosa de relacionarse con los demás. Alguna vez se dijo que dentro de todo hombre se oculta un niño que aún trata de complacer a su padre. Supongo que los mismo se puede decir de la niña que vive dentro de cada mujer. En todos nosotros hay un niño que necesita desesperadamente apoyarse en Dios.
Nuestra sociedad, sin embargo, ha hecho algo curioso, nos ha condicionado para ver la dependencia de Dios como una debilidad. Vemos el <éxito> como la capacidad para valernos por nosotros mismos, sin ayuda de nadie, y menos de la de Dios. En consecuencia cuando escuchamos que una persona dice: o , pensamos inmediatamente que se trata de una persona apocada e inútil, un fracasado que no pudo salir adelante por su propia cuenta y tuvo que recurrir a la ayuda divina.
A propósito, este concepto es fundamentalmente occidental. La mayoría de los países del Tercer Mundo y casi todos los habitantes del Oriente, ven la dependencia del como algo natural. Sólo los europeos y los norteamericanos, debido a nuestro fuerte sentido de independencia, nos resistimos en pedir ayuda a Dios. No obstante, al igual que los indios cheyenes, cuando estamos a solas y somos sinceros con nosotros mismos (cuando estamos parados en el tronco y miramos hacia abajo, al arroyo plateado), sentimos el impulso de expresar las cosas más profundas de nuestro corazón. Y cuando lo hacemos, nos sentimos bien, pues dentro de todo ser humano existe una vocecita que susurra y nos dice que no importa lo que opine el mundo: Dios nos ama y SOMOS ESPECIALES PARA EL.
Nuestro problema es el orgullo. No queremos reconocer que somos incapaces de manejar solos los problemas de la vida.
Carlitos, el personaje de la tira cómica, lucha constantemente con este problema. Cierto día, hablaba con su amigo Lino acerca del sentimiento de ineptitud que siempre le embargaba.
Verás, Lino, se quejaba Carlitos, esto se remonta al principio. Desde el momento en que nací y entré en el escenario de la vida, me echaron un vistazo y dijeron: No sirve para representar el papel.
¿Cuántos de nosotros, al igual que Carlitos, nos miramos al espejo y concluimos que no servimos para representar el papel?
En otra ocasión, Carlitos se quejaba con Lino acerca de su editor. Me envió una carta de rechazo, se lamentó Carlitos. ¿Y qué hay con eso? respondió Lino. Muchos escritores reciben cartas de rechazo.
Pero ¡yo ni siquiera le envié un manuscrito! replicó Carlitos.
Esa clase de sentimiento puede convertirse rápidamente en una actitud de rechazo o ineptitud. Pero esto es una perversión de la verdad. Es una mentira que el demonio susurra constantemente a nuestros oídos, para convencernos de que en realidad no fuimos creados a semejanza de Dios; de que no somos valiosos para El; de que, si bien Jesucristo murió en la Cruz, no lo hizo por nosotros. Si la mentira no se enmienda, si la actitud no se corrige, puede conducir fácilmente a la depresión, o algo peor.
Los caricaturistas aprovechan constantemente este aspecto de la vida. En la tira cómica “el Pequeño Abner”, de Al Capp, había un extraño personaje que vivía bajo una nube oscura que pendía sobre su cabeza y lo acompañaba a todas partes. Donde quiera que fuera este personaje patético se producían desastres. Los camiones salían disparados de los puentes; los pianos caían de los rascacielos; las personas desaparecían por las bocas de las alcantarillas. Solíamos reírnos de ese pobre diablo, pero sólo porque nos identificábamos con él.
En el mundo de hoy, muchas personas sienten que viven bajo una maldición parecida a ésa. Es como una sombra siniestra que los sigue a todas partes. Tienen la sensación de que, tarde o temprano, los alcanzará y se los tragará.
Y en realidad, hay algo de cierto en ello. La Biblia nos dice que todos los hombres son –pecadores-; es decir que intentan vivir apartados de Dios y de sus leyes. Esto conduce a una profunda separación de Dios. Como resultado, y puesto que todas las cosas buenas provienen de Dios, es difícil que el hombre original experimente algo bueno y duradero.
El rey David, que acababa de terminar un examen de conciencia cuando llegó el profeta Natán y le señalo algunas maldades de su vida, reconoció una verdad eterna al exclamar: “He aquí, yo nací en iniquidad, y en pecado me concibió mi madre”. (Salmos 51:5)
Es una confesión vigorosa y profundamente cierta. En otras palabras, el rey David se contempló y dijo: “No sirvo para representar el papel”.
Si hiciéramos un diagrama de esta situación, trazaríamos un cuadrado con líneas extendiéndose en todas direcciones, llevando una leyenda que dice: “Yo no estoy bien”, Tú no estás bien”, “Nosotros no estamos bien”, “Ellos no están bien”, “Eso no está bien”.
Por otra parte, si tú no hubieses nacido “en culpa”, entonces podríamos cambiar la frase para decir: “Yo estoy bien, tú estás bien, todos estamos bien, y todo está de maravilla”.
Pero, según la Biblia, no es así. El hecho es que “por cuanto todos pecaron y no alcanzan la gloria de Dios”. (Romanos 3:23)
Es este “pecado” lo que nos separa de Dios y nos impide tener el éxito que El desea para nosotros. Por lo tanto, antes de hacer cualquier otra cosa, necesitamos resolver el problema del pecado en nuestra vida.
Tal vez resulte más comprensible si lo explico en términos de un hombre con su palo de golf. En manos de un hábil golfista, el palo se puede emplear para golpear la pelota y hacerla caer en el hoyo. Sin embargo, esto no es posible si se ha hecho mal uso del palo. Por ejemplo, si ha sido utilizado para forzar la puerta del garaje, o si alguno de nuestros hijos lo dejó en la acequia de desagüe y el camión de la basura le pasó por encima. Ahora, la cabeza está resquebrajada y el puño doblado en forma de “Z”. No importa cuando desee el golfista usarlo en un torneo, jamás podrá jugar bien al golf con ese palo.
Eso mismo hace el pecado con nuestras vidas. Nos torna inútiles. Nos obliga a sentirnos derrotados y declarar: “¿Y qué? Olvidémoslo. De cualquier forma, mañana moriremos. Así es que comamos, bebamos y acostémonos con quién se nos antoje”.
A pesar de que el rey David fue sincero consigo mismo y reconoció que era pecador, no se conformó con eso. Reclamó a Dios la purificación y le pidió que creara en él un corazón puro.
En suma, hizo lo mismo que los hombres que mencionáramos anteriormente: “lávame por completo de mi maldad y límpiame de mi pecado”. (Salmos 51:2)
Todos podemos elegir: o vivir como nos plazca, o vivir a la manera de Dios. Como vimos anteriormente conocimos a algunos hombres que decidieron seguir a Jesucristo. Aunque habían alcanzado el éxito en términos mundanos, aceptaron que no podían salir adelante solos. Sin Dios, “no servían para desempeñar el papel”.
Al darse cuenta de ello, entregaron su vida a Jesucristo y pidieron a Dios que “tomara el control” de su vida, en lugar de dirigirla ellos mismos. Gracias a esta decisión, recibieron de Dios una fuerza sobrenatural para vivir.
Hace varios años un hombre escribió un libro en el que afirmaba que lo más importante de este mundo era: “Velar por los intereses del Numero Uno”. En la dedicatoria del libro anotó: “Dedico esta obra a la esperanza de que, en alguna parte de nuestro universo, exista la civilización cuyos habitantes sean los únicos que tengan dominio sobre sus propias vidas”.
Si, existe tal lugar: “El infierno”. Es el sitio donde los hombres se han divorciado totalmente del derecho que Dios tiene sobre sus vidas.
Con todo, la persona verdaderamente triunfadora ha aprendido que, para tener fuerza para vivir – fuerza sobrenatural para vivir – debe relacionarse adecuadamente con Dios.
Según los psicólogos, todos los seres humanos tenemos cinco necesidades básicas. Estas son:
1. Seguridad.
2. Reconocimiento.
3. Amor.
4. Aventura.
5. Necesidad de crear.

A veces se les llama “impulsos”. Estos impulsos, ya sea separados o combinados, controlan nuestras vidas. No son ni buenos ni malos. Simplemente, forman parte de la naturaleza humana. Pero son estos impulsos los que nos llevan a caminar sobre un tronco en el bosque y contar al arroyo las cosas más profundas de nuestro corazón. A fin de cuentas, son estos impulsos los que nos empujan hacia los brazos de un Padre Celestial amoroso o, por el contrario y debido a que buscamos satisfacerlos en forma egoísta o pervertida, nos conducen al infierno.
Si no encuentras las respuestas a estos impulsos en Dios, tu naturaleza humana te obligará a encontrarlas en otra parte, lejos de El. Cuando estos impulsos no se satisfacen en Dios, entonces empiezas a sentirte inadecuado, derrotado. Te sientes como Carlitos: “No sirves para desempeñar el papel”.
Siempre será así, hasta que entres en el Reino de Dios. Una vez que entres en el Reino, por medio de una relación personal con Dios, servirás para desempeñar el papel. Desde ese momento en adelante, podrás decir confiadamente: “Me cuento entre quienes han recibido el llamado de Dios. He sido elegido. Tengo un lugar en la historia.
Sin duda, el “volver a nacer” significa también esto. Quiere decir que somos especiales para Dios.
Hace varios años Fred Craddock daba una conferencia en la Universidad de Yale, y comentaba que cierto verano volvió a Gatlinburg, Tennessee, para disfrutar de unas breves vacaciones con su esposa. Una noche fueron a un restaurante pequeño y tranquilo, donde pensaban gozar de una cena íntima.
Mientras esperaban que les trajeran la cena, observaban que un hombre canoso, de aspecto distinguido, iba de mesa en mesa, visitando a los comensales.
-Espero que no venga por aquí –susurró Craddock a su esposa.
No quería que aquel individuo se entrometiera en su intimidad. Sin embargo, el hombre llegó a su mesa.
-¿De dónde son ustedes? –preguntó amistosamente.
-De Oklahoma.
-He oído hablar que es un lugar estupendo, aunque nunca lo he visitado. Y ¿a qué se dedica?
-Soy profesor de homilética en el seminario de graduados de la Universidad de Phillips.
-¡Ah! Así que enseña a los predicadores, ¿no es así? Pues bien, tengo una historia que contarle.
Dicho esto, el hombre acercó una silla y se sentó a la mesa con Craddock y su esposa. El doctor Craddock comenta que se quejó para sus adentros.
¡Vaya, otro cuento sobre predicadores! Pensó. Parece que todo el mundo sabe uno.
-Me llamo Ben Hooper –dijo el hombre, extendiendo la mano. Nací cerca de aquí, al otro lado de las montañas. Mi madre era soltera cuando nací, por lo que pasé muchas dificultades. Cuando empecé a ir a la escuela, mis compañeros tenían un nombre para mí, y no era un nombre muy agradable. Solía apartarme de los demás durante el recreo y el almuerzo, pues las burlas de mis condiscípulos me herían profundamente.
“Lo peor era ir al centro de la ciudad los sábados por la tarde y sentir que todo el mundo tenía los ojos clavados en mí. Todos se preguntaban quién era mi verdadero padre.
“Cuando tenía unos 12 años, llegó a nuestro templo un nuevo predicar. Siempre entraba yo tarde y me salía temprano, a escondidas. Pero un día, el predicador dio la bendición tan rápidamente, que quedé atrapado y tuve que salir con el resto de los fieles. Sentía que todos los ojos me miraban. Justo cuando llegaba yo a la puerta, una mano me tomó del hombro. Alcé la vista, y vi que el predicador me miraba directamente a los ojos.
-¿Quién eres, muchacho? ¿De quién eres hijo?
“Sentí que nuevamente me aplastaba aquel peso. Era como si me envolviera una enorme nube negra. Hasta el predicador me humillaba.
-Sin embargo, mientras observaba mi rostro, una enorme sonrisa de reconocimiento empezó a dibujarse en sus labios.
-¡Un momento! –Dijo- Ya sé quién eres. Reconozco los rasgos de la familia. Eres hijo de Dios.
“Dicho esto, me dio una palmada en la espalda y exclamó:
“Muchacho, tienes una gran herencia. Ve y reclámala”.
El hombre miró a Fred Craddock desde el otro lado de la mesa y comentó:
-Estas fueron las palabras más importantes que jamás me dirigió persona alguna.
Entonces sonrió, estrechó la mano de Craddock y la de su esposa y fue a otra mesa a saludar a unos viejos amigos.
De pronto, Fred Craddock recordó. En dos ocasiones los ciudadanos de Tennessee habían elegido a un bastardo como gobernador. Se llamaba Ben Hooper.
Eso es lo que significa ser elegido de Dios. Aunque hayamos nacido en iniquidad, y hayamos decidido seguir nuestro propio camino, por medio de la sangre de Jesucristo, nos salvamos no sólo de nuestro pasado, sino del temor al fracaso en el presente, y también de vivir sin fuerza en el futuro.
Tenemos una gran herencia. La fuerza para vivir que proviene de Dios nos permitirá reclamarla.

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