lunes, 28 de enero de 2008

¡AY DE MI! NADA PUEDO HACER.

Después de haber aceptado la doctrina de la reconciliación y comprendido la gran verdad de la salvación mediante la fe en el Señor Jesús, el corazón atribulado se inquieta muy a menudo por un sentimiento de incapacidad respecto a la práctica del bien. Muchos suspiran, diciendo: ¡Ay de mí: nada puedo hacer! Y no lo dicen en sentido de excusa, sino lo sienten como carga pesada diariamente. Harían el bien si pudieran. Cada uno de estos podría decir francamente: “Tengo el querer, mas efectuar el bien no lo alcanzo.”
Esta experiencia parece hacer todo el trabajo de la Palabra de Dios nula y sin efecto; pues ¿para qué sirve el alimento, si está fuera del alcance del hambriento? ¿Para qué sirve el río de agua viva, si el sediento no puede beber? Nos acordamos aquí de la anécdota del médico y del hijo de la madre pobre. El sabio dijo que su queridito pronto mejoraría bajo un tratamiento propio del caso, siendo absolutamente necesario que con toda regla tomara del mejor vino de Oporto y que pasara una temporada en los baños termales de Alemania. ¡Receta para el hijo de una pobre madre que apenas tenía pan para llevar a la boca! Así la palabra de Dios no parece a la alma ansiosa cosa tan sencilla al decir: “Cree, y vivirás,” porque pide al pobre pecador que haga lo que no puede hacer. Para el verdaderamente despierto, pero poco instruido, parece faltar un eslabón en la cadena. A lo lejos está el remedio, pero ¿cómo obtenerlo? El alma se siente sin fuerzas y no sabe qué hacer. Yace cerca, a la vista de la ciudad de refugio, pero no puede entrar por la puerta.
¿No se ha tenido en cuenta esta falta de fuerza en el plan de salvación? Ciertamente que sí. La obra del Señor es perfecta. Esta empieza por donde nos hallamos, y nada nos pide para perfeccionarla. Cuando el buen Samaritano vio al viajero herido tendido en el camino medio muerto, no le pidió que se levantara, viniera, montara su asno y se dirigiera a la posada. No, no. Se le acercó, vendó sus heridas y le puso sobre su cabalgadura y le condujo al mesón. Así nos trata Jesús en nuestro estado desgraciado.
Hemos visto que Dios es el que justifica, que justifica a los impíos y que los justifica mediante la fe en la preciosa sangre de Jesús. Ahora vamos a ver la condición en la cual se hallan estos impíos al empezar Jesús a salvarles. Muchas personas despiertas por ver su condición no solamente se hallan atribuladas con motivo de sus pecados sino con motivo de su flaqueza moral. Carecen de fuerzas para escapar del lodo en que han caído y de guardarse del mismo en el porvenir. No sólo se lamentan por lo que han hecho, sino por lo que no pueden hacer. Se sienten sin fuerzas, sin recursos, sin vida espiritual. Parece extraño decir que se sienten muertos, y no obstante es así. En su propia estimación son incapaces de todo bien. No pueden andar por el camino del cielo por tener las piernas quebradas. Tanto se sienten sin fuerzas. Felizmente está escrito como recomendación del amor de Dios para con nosotros:
“Cristo cuando aun éramos flacos, a su tiempo murió por los impíos.” Romanos 5:6.
Aquí vemos la nulidad consciente socorrida: socorrida por la intervención del Señor Jesús. Nuestra nulidad es cabal. No está escrito: “cuando aun éramos comparativamente flacos, Cristo murió por nosotros,” o “cuando sólo teníamos un poco de fuerza,” sino la afirmación es absoluta, sin limitación: “Cuando aun éramos flacos.” Nos faltaba toda fuerza para ayudarnos en la obra de la salvación. Las palabras de Nuestro Señor eran del todo verdaderas: “Sin mí nada podéis hacer.” Podría ir más allá del texto y recordarte del gran amor con que el Señor nos amó, “aun estando nosotros muertos en pecados.” El hallarse muerto es aun peor que hallarse sin fuerzas.
El gran hecho en que el pobre pecador sin fuerzas debe fijar su mente y retener firmemente como único fundamento de esperanza, es la afirmación divina que “a su tiempo Cristo murió por los impíos.” Cree en esto y toda incapacidad desaparecerá. Como dice la fábula de Midas, quien todo transformaba en oro por su tacto, así se puede afirmar de verdad respecto a la fe que todo lo que toca vuelve bueno. Nuestras mismas faltas y flaquezas se vuelven bendiciones, cuando la fe entra en contacto con ellas.
Fijémonos en ciertas formas de esta falta de fuerza. Por de pronto, dirá alguien: “Me parece que no tengo fuerza para concentrar mis pensamientos en los asuntos solemnes en orden a mi salvación: casi no puedo hacer en recogimiento una breve oración. Acaso es esto así, en parte debido a mi flaqueza física, en parte por haberme dañado por algún vicio, en parte también por mis congojas de esta vida, de modo que me incapacito para los pensamientos elevados que se requieren para la salvación del alma.” Tal es una forma de debilidad pecaminosa muy común. Atención ahora. En este punto te hallas flaco; y hay muchos como tú. Muchos que serían del todo incapaces de una serie de pensamientos consecutivos, por mucho que se esforzaran. Muchas personas pobres de ambos sexos carecen de educación, hallándolo trabajo muy duro engolfarse en pensamientos profundos. Otras personas son por naturaleza tan superficiales que un argumento de raciocinio largo, les sería tan difícil como les sería difícil volar por el aire. No llegarían al conocimiento de ningún misterio profundo, aún cuando gastaran toda su vida en tal empresa. Por lo tanto, tú no necesitas desesperar: lo que se requiere para la salvación no es un proceso de pensamientos continuo, sino una sencilla confianza en Jesús. Acógete a este hecho: Cristo, a su tiempo murió por los impíos.” Esta verdad no requiere de tu parte examen profundo, raciocinio lógico ni argumento convincente. Allí está: “Cristo, a su tiempo murió por los impíos.” Fija tú mente en ello y permanece allí.
Mira que este gran hecho glorioso de gracia permanezca en tu espíritu hasta que perfume todos tus pensamientos y te regocije el corazón, aunque te halles sin fuerzas, teniendo al mismo tiempo presente que el Señor Jesús ha venido a ser tu fortaleza y canción, sí, ha venido a ser tu salvación. Según las Escrituras es un hecho divinamente revelado que a tiempo debido Cristo murió por los impíos siendo ellos aún flacos, sin fuerzas. Tal vez hayas oído estas palabras centenares de veces, pero sin haber comprendido nunca su significado. Son de sabor agradable ¿verdad? Jesús no murió por nuestra justicia sino por nuestros pecados y debilidades. No vino a salvarnos, porque merecíamos ser salvos, sino porque éramos enteramente indignos, arruinados, inútiles. No vino al mundo por alguna buena razón que hubiera en nosotros, sino exclusivamente por las razones que hallaba en las profundidades de su amor divino. A su tiempo murió por los que él mismo afirma no eran piadosos sino impíos, aplicándoles un atributo tan desgraciado como podía escoger. Aún cuando tengas tan solo poca mentalidad, fíjala en esta verdad tan apropiada a la menor capacidad mental, y que, no obstante, puede alegrar al corazón más apesadumbrado. Deja a este texto ocupar tu mente cual grato recuerdo hasta encantar tu corazón y dar colorido a todos tus pensamientos, y entonces nada importará que estos sean tan diseminados como las hojas dispersas por el viento de otoño. Personas que nunca brillaron en las ciencias, ni dieron prueba de originalidad mental, han sido bien capaces de aceptar la doctrina de la cruz y han sido salvas por ella. ¿Por qué tú no?
Oigo a otro lamentarse: “Mi falta de fuerza consiste principalmente en no poderme arrepentir bastante.” ¡Singular idea que algunos tienen de lo que es el arrepentimiento! Muchos se imaginan que se debe derramar tanta lágrima, exhalarse tanto suspiro, sufrirse tanto desespero. ¿De dónde nos viene idea tan errónea? La incredulidad y la desesperación son pecados, y por tanto no veo como pueden constituir parte de un arrepentimiento que pide Dios. Sin embargo, hay personas que les consideran parte necesaria de la verdadera experiencia cristiana. Pero en esto se equivocan grandemente. No obstante, comprendo lo que quieren decir, porque en los días que estaba en tinieblas, solía sentir yo lo mismo. Deseaba arrepentirme pensando que no podía hacerlo, y lo cierto es que todo ese tiempo estaba arrepentido. Extraño como suena, me dolía que no pudiera sentir. Solía meterme en algún rincón y llorar, porque no podía llorar, y sufría amargamente porque no podía sufrir a causa de mis pecados. ¡Cuánta confusión, cuando en nuestro estado de incredulidad empezamos a juzgar nuestra conciencia espiritual! Nos parecemos al ciego mirando a sus propios ojos. Se me derretía el corazón de temor, porque creía que mi corazón era duro como una piedra. Mi corazón estaba quebrantado al pensar que no me quebrantaba. Ahora comprendo que entonces estaba yo dando muestras de poseer precisamente las cosas que me creía no poseer; más no sabía donde me hallaba.
¡Ojalá que pudiera ayudar a otros a encontrar la luz que hoy disfruto! ¡Cuánto quisiera decir una palabra que abreviara el tiempo de trastorno en que te hallas! Desearía decir unas palabras sencillas, pidiendo al Gran Espíritu Consolador las aplicara a tú corazón.
Acuérdate de que el hombre verdaderamente arrepentido nunca queda satisfecho de su arrepentimiento. Tan poco como podemos vivir perfectamente, podemos arrepentirnos perfectamente. Por puras que sean nuestras lágrimas, siempre queda en ellas alguna suciedad: queda algo de qué arrepentirnos en nuestro mejor arrepentimiento. Pero escucha. El arrepentirse significa cambiar de mente acerca del pecado, acerca de Cristo y acerca de todas las grandes cosas de Dios. En esto está incluido el dolor; pero el punto principal es el volver el corazón del pecado a Cristo. Si existe en ti esta vuelta, posees la esencia del arrepentimiento, aún cuando el desespero y sobresalto no echan sombra alguna sobre tu mente.
Si no puedes arrepentirte como quisieras, hallarás auxilio en el caso, si crees firmemente que “a su tiempo Cristo murió por los impíos.” Piensa repetidas veces en esto. ¿Cómo podrás continuar con el corazón endurecido teniendo presente que Cristo de amor supremo, murió por el impío? Permíteme persuadirte que pienses dentro de ti: “Impío como soy, aunque mi corazón de piedra no se ablande y en vano me pegue en el pecho, no obstante él murió por los que son como yo, ya que murió por los impíos. Haga Dios que crea esto y sienta yo su potencia en mi corazón empedernido.”
Borras todo otro pensamiento de tu mente y siéntate horas enteras meditando en esta sola meditación, excelsa de amor sin par, inmerecida e inesperada: Cristo – murió por los impíos.” Lee cuidadosamente la narración de la muerte del Señor, como consta en los cuatro evangelios. Si hay algo capaz de ablandar tu corazón calloso, será la contemplación de los sufrimientos de Jesús, considerando que todo lo padeció para bien de sus enemigos.


“Crucificado en un madero,
Manso cordero, mueres por mí;
Por eso el alma triste llorosa
Suspira ansiosa, Señor, por ti.

Miro tu angustia ya terminada,
Hecha la ofrenda de la expiación,
Tu noble frente mustia, inclinada,
Y consumada mi redención.

¡Dulces momentos, ricos de dones
De paz y gracia, de vida y luz!
Sólo hay consuelos y bendiciones
Cerca de Cristo, junto a la cruz.”


Ciertamente la cruz, es decir lo que simboliza, es la potencia milagrosa que hace brotar agua de la piedra. Si entiendes bien el significado del sacrificio divino de Jesús, te arrepentirás forzosamente de haberte opuesto alguna vez a un Salvador tan lleno de amor. Escrito está: “Mirarán a mí, a quien traspasaron y harán llanto sobre él como llanto sobre unigénito, afligiéndose sobre él, como quien se aflige sobre primogénito.” El arrepentimiento no te hará ver a Cristo, pero el mirar a Cristo hará que te arrepientas. No debes hacerte un Cristo producto de tu arrepentimiento, pero debes mirar a Cristo para que de ello te resulte el arrepentimiento. El Espíritu Santo, volviéndonos de cara a Cristo, nos hace volver la espalda al pecado. Por tanto, vuélvete del efecto a la causa, a saber de tu propio arrepentimiento al Señor Jesús quien fue “ensalzado para dar arrepentimiento.”
He oído decir a otro: “Me atormentan pensamientos terribles. Por doquier que me vaya, me asaltan blasfemias. Me acuden tentaciones malignas en medio del trabajo y aún sobre el lecho me despiertan inspiraciones del maligno. No me puedo librar de esta tentación espantosa.” Amigo/a, comprendo lo que quieres decir, porque el mismo lobo me ha perseguido a mí. Más fácil sería vencer a un ejercito de moscas con un sable que dominar los pensamientos capitaneados por el demonio. El alma tentada, acosada por las sugestiones satánicas, se asemeja al viajero, cuya cabeza, oreja y cuerpo entero fue atacado por un enjambre de abejas. No les pudo alejar de sí, ni pudo huir de ellas. Le picaron por todas partes, amenazando dejarle muerto. No me maravillo de oír que te hallas sin fuerzas para poner término a esos pensamientos horribles y abominables, con las cuales el diablo inunda tú alma. No obstante quisiera recordarte del texto a la vista: “Cristo, cuando aún éramos flacos, a su tiempo murió por los impíos.” Jesús sabía en qué estado nos hallábamos y en que estado debíamos estar: veía que no podíamos vencer al príncipe del poder del aire; sabía que nos molería terriblemente; pero precisamente entonces, viéndonos en esa condición, murió por los impíos. Echa el ancla de tu fe sobre este hecho. El mismo demonio no podrá decirte que tú no eres impío; cree, pues, que Cristo murió por ti. Acuérdate de cómo Martín Lutero aplastó la cabeza de la serpiente con su propia espada. “¡Ah!” le dijo satanás, “tú eres pecador.” “Cierto,” respondió Lutero, “Cristo murió para salvar a los pecadores.” Así le venció con su propia espada. Escóndete en este refugio y quédate en él: “Cristo, á su tiempo murió por los impíos.” Si te acoges a esta verdad, los pensamientos blasfemos que tú no puedes ahuyentar á causa de tu flaqueza, se apartarán de ti por sí mismos; porque satanás verá que no logra la suya atormentándote con ellas.
Si tú odias tales pensamientos, no son tuyos sino inspiraciones del diablo por las cuales él es responsable y no tú. Si tu luchas contra ellos, son tan pocos tuyos como las blasfemias y mentiras de los alborotadores en la calle. Por medio de esos pensamientos el demonio intenta llevarte a la desesperación, o cuando menos quiere impedir que confíes en Jesús. La pobre mujer enferma no pudo acercarse a Jesús a causa de la multitud, y tú estás en condición semejante a causa de la multitud de malos pensamientos que te oprimen. Sin embargo, ella extendió el dedo y tocó el borde del vestido del Señor, y quedó sana. Haz tú lo mismo.
Jesús murió por los culpables “de toda clase de pecado y blasfemia,” y por lo mismo estoy seguro de que no rechazará a los que sin quererlo son acusados por los malos pensamientos. Échate confiado sobre él, pensamientos y todo, y verás como es poderoso para salvarte. El pondrá fin a esas inspiraciones del maligno y te hará verlas en su verdadera luz, de suerte que no te atormenten más. Te quiere y puede salvar a su manera, de modo que por fin disfrutes de perfecta luz. Solamente confía en él tanto respecto a esto como en orden a todo lo demás.
Perplejidad dolorosa es la forma de incapacidad que consiste en la supuesta falta de poder para creer. No nos es extraña la queja que dice:
“Con tal que creer pudiera,
Muy grato me todo sería:
No puedo, si bien quisiera;
Es tal la miseria mía.”
Muchos quedan a oscuras por años y años por falta, como dicen, de poder hacer lo que en realidad no es hacer, sino el abandono de todo poder para entregarse al poder de otro, al Señor Jesús mismo. Verdad es que todo este asunto de creer es cosa muy singular, porque las personas que se esfuerzan en sentido de procurar creer, no hallan auxilio en la empresa. La fe no viene por tratar o procurar creer. Si alguien me relatara algo que ocurrió esta mañana, no le diría yo que procuraría creer lo ocurrido. Si tuviera fe en su honradez y se me presentara como testigo ocular, aceptaría su testimonio sin más ni más. Si no le creyera persona fidedigna, descreería naturalmente; pero en ningún caso habría lugar para tal cosa como procurar creer. Ahora bien, declarando Dios mismo que en Jesucristo hay salvación, forzosamente debo creerlo en seguida, o tratarle de mentiroso. Por cierto que no dudarás respecto a lo que sea el recto proceder en este caso. El testimonio de Dios es verdadero y siendo así nos hallamos bajo la obligación de creer sin demora.
Pero tal vez has procurado creer demasiado. No aspires a cosas exorbitantes. Conténtate con una fe que abarca esta sola verdad: “Cristo, cuando aún éramos flacos a su tiempo murió por los impíos.” El dio su vida por los hombres y mujeres cuando no creían en él, ni eran capaces de creer en él. Murió por los hombres y mujeres, no, como creyentes sino como pecadoras. El vino para hacer de estos pecadores creyentes y santos; pero al morir por ellos les miraba como que estaban sin fuerzas del todo. Si te afirmas en la verdad de que Cristo murió por los impíos, eres salvo, aun cuando todavía no puedas creer en todas las cosas, ni mover las montañas, ni hacer otras cosas maravillosas. No es la gran fe la que salva sino la verdadera; y la salvación no está en la fe, sino en Cristo, en quién la fe confía. Una fe tan pequeña como un grano de mostaza basta para traernos a la salvación. No es la medida de la fe que se toma en cuenta, sino la sinceridad de la fe. Ciertamente el hombre puede creer lo que sabe que es la verdad; y como sabes que Jesús es verdadero, tú, amigo/a puedes creer en él.
La cruz que es el objeto de la fe es también, por la potencia del Espíritu Santo, la fuente de la misma. Siéntate y contempla en espíritu al Salvador moribundo hasta que brote la fe espontáneamente del corazón. No hay lugar mejor que el Calvario para producir la confianza. La atmósfera de ese collado sacro proporciona vigor a la fe vacilante. Muchos que allí han contemplado al Redentor, han dicho:


“Mirándote herido, moribundo
En vil madero como delincuente,
La fe en ti, Señor, en lo profundo
Del corazón nacer se siente.”

"Ay de mi!" dice otro, "mi alta de fuerza consiste en que no puedo abandonar el pecado y se bien que no puedo ir al cielo cargado de pecado." Me alegro que sabes esto, porque es la pura verdad. Es preciso divorciarse del pecado para casarse con Cristo. Recuerda la pregunta que penetra la mente de Bunyan ocupado en sus juegos en el día Domingo: "¿quieres guardar tus pecados e ir al cielo?" Esto lo dejo parado. Esta es una pregunta que todo hombre tendrá que contestar; porque continuar en el pecado e ir al cielo es imposible. Te es preciso abandonar el pecado o abandonar la esperanza. Si contestas: "Si, la voluntad no me falta. Tengo el querer, mas efectuar lo que deseo, no lo alcanzo. El pecado me domina y no tengo fuerzas." Ven, pues, si no tienes fuerzas, aun hay remedio en este texto: "Cristo, cuando aun eramos flacos murió por los impíos." ¿Puedes creer esto todavía? Por mucho que otras cosas, al parecer, lo contradigan, ¿quieres creerlo? Dios lo ha dicho; es un hecho y por lo tanto, acogete al mismo por amor de tu alma, porque allí esta tu única esperanza. Creelo y confía en Jesús y pronto hallaras poder para aniquilar el pecado; pero aparte de Cristo, el "hombre fuerte armado" te tratara para siempre como esclavo. Personalmente nunca podría haber vencido sobre mi naturaleza pecaminosa. Procuraba, pero fracase. Mis malas inclinaciones me eran demasiado numerosas, hasta que, creyendo que Cristo murió por mi, abandone mi alma culpable en sus brazos, y entonces recibí potencia para vencer a mi propio yo pecaminoso. La doctrina de la cruz se puede usar para combatir al pecado como los guerreros antiguos usaban las espadas formidables de dos mangos, diezmando al enemigo a cada golpe. Nada hay como la fe en el amigo de los pecadores: esta vence todo mal. Si Cristo ha muerto por mi, impío como soy, sin fuerza como me hallo, no puedo vivir mas en el pecado, sino que debo exitarme al amor y servicio del que me ha redimido. No puedo jugar con el mal que ha matado a mi mejor Amigo. Debo ser santo por amor a el mismo. ¿Como puedo yo vivir en el pecado siendo así que el ha muerto para salvarme del pecado?
Mira cuan glorioso remedio esto es para ti que carece de fuerzas, el saber y creer que a su tiempo Cristo murió por los impíos como tu. ¿Lo has comprendido ya? Es tan difícil para muchas mentes oscurecidas, pervertidas e incrédulas ver la esencia del propósito de Dios. A veces he pensado al acabar la predicación que tan claramente he declarado la Palabra de Dios que los mas torpes lo debieran haber comprendido; sin embargo he notado que aun los oyentes no han comprendido lo que es: "Mirad a mi y sed salvos." Los convertidos dicen generalmente que hasta tal o cual día no han comprendido el plan de Dios y esto a pesar de haberlo oído por años y años. El plan de Dios queda desconocido no por falta de explicacion, sino por falta de revelación personal. Esta el Espíritu Santo dispuesto a conceder a los que se lo piden. Pero, aun después de concedida, la suma total de lo revelado esta contenida en las palabras: "Cristo murió por los impíos."
Oigo a otro quejarse diciendo: “¡Ay, ay! Mi flaqueza consiste en no poder permanecer firme. En el domingo oigo la palabra y me impresiona; pero durante la semana doy con un mal compañero y desaparecen mis buenas emociones. Mis compañeros de trabajo no creen en nada y dicen tantas barbaridades. Yo no sé como contestarles y así quedo derrotado.” Te conozco señor Dobladillo y te tengo lástima; pero al mismo tiempo, si eres sincero, te diré que hay remedio para tú flaqueza en la gracia divina. El Espíritu Santo tiene potestad para echar fuera al espíritu de temor. El puede hacer valiente al cobarde. Acuérdate, pobre amigo vacilante, que no debes quedar en este estado. No conviene de ningún modo que seas falso para contigo mismo. Ponte derecho y mide tu estatura para ver si tu destino es el ser como un sapo arrollado bajo la grada, indeciso si has de quedar parado o echar a correr. Sé hombre. Aquí no se trata meramente de un asunto espiritual, sino de virilidad común. Muchas cosas haría para agradar a mis amigos, pero ir al infierno para darles el gusto, eso sí que no lo haría. Bueno es hacer esto y lo otro para guardar la amistad, pero malísimamente se paga mantener la amistad con el mundo a costa de la amistad con Dios. “Eso lo sé,” dices, “pero a pesar de saberlo me falta ánimo. Desplegar la bandera, a eso no me atrevo. Me falta fuerza para vivir firme,” Ahora bien, te traigo el mismo texto: “Cristo, aún cuando éramos flacos, a su tiempo murió por los impíos.” Si el apóstol Pedro estuviera aquí, nos diría: “El Señor Jesús murió por mí aun cuando era yo tan flaco que por las palabras de una criada empecé a mentir y jurar que no conocía al Señor.” Si; Jesús murió por aquellos flacos que le abandonaron huyendo. Afírmate en esta verdad: “Cristo, aún cuando éramos flacos murió por los impíos.” He aquí el camino de salida de la cobardía. Clava esto bien en tú alma: “Cristo murió por mí,” y pronto estarás tú listo a morir por él. Créelo que él sufrió en tú lugar, ofreciendo por ti un sacrificio expiatorio, pleno, verdadero y satisfactorio. Si crees este hecho, tendrás forzosamente que sentir: “No me puedo avergonzar del que murió por mí.” La convicción plena de esta verdad, te infundirá valor irresistible. Acuérdate de los santos de la época de los mártires. En los tiempos primitivos del cristianismo, cuando este pensamiento del gran amor de Cristo brillaba con lustre infinito en la iglesia, no sólo estaban listos a morir los cristianos, sino deseaban sufrir presentándose espontáneamente de a centenares ante los tribunales de los gobernantes perseguidores confesando a Cristo. No digo que era prudencia invitar así a la muerte cruel, pero el caso prueba que un sentimiento del amor de Cristo eleva al hombre sobre todo temor del daño que el hombre sea capaz de hacer al creyente. ¿Por qué no hará tal sentimiento lo mismo en ti? ¡Ojalá que te inspire ahora la determinación valiente de colocarte al lado del Señor para ser su fiel seguidor hasta el fin!
¡Ayúdenos el Espíritu Santo a llegar a este punto por la fe en el Señor Jesús y todo será para bien nuestro y para su gloria!

No hay comentarios: