miércoles, 2 de enero de 2008

DIOS ES EL QUE JUSTIFICA

Cosa maravillosa es ésta, el ser justificado o hecho justo. Si nunca hubiésemos quebrantado las leyes de Dios, no habría necesidad de tal justificación, siendo naturalmente justos. Quién toda su vida haya hecho lo debería hacer, y nunca haya hecho nada prohibido, éste es por sí justificado ante la ley. Pero estoy seguro que tú, querido lector, no te halles en este estado de inocencia. Eres demasiado honrado para pretenderte limpio de todo pecado, y por lo tanto necesitas ser justificado.
Pues bien, si te justificas a ti mismo, te engañas miserablemente a ti mismo. Por lo mismo, no emprendas tal cosa. No valdrá la pena.
Si pides a otro mortal que te justifique, ¿Qué podrá hacer? Alguien te alabaría por cuatro cuartos, otro te calumniaría por menos. Bien poco vale el juicio de hombre.
Nuestro texto dice: “Dios es el que justifica”, y esto, sí, que va al grano. Este hecho es asombroso, es un hecho que debemos considerar detenidamente. ¡Ven y ve!
En primer lugar, nadie más que Dios solo podría haber pensado en justificar a personas culpables. Se trata de personas que han vivido manifiestamente rebeldes obrando mal con ambas manos; de personas que han ido de mal en peor; de personas que han vuelto al mal aún después de castigadas siendo forzadas a cesar de cometer el mal por algún tiempo. Han quebrantado la ley y pisado el Evangelio bajo los pies. Han rechazado las proclamas de misericordia y persistido en la iniquidad. ¿Cómo podrán tales personas alcanzar perdón y justificación? Sus conocidos desesperan de ellos diciendo: “Son casos sin remedio.” Aún los cristianos les miran más bien con tristeza que con esperanzas. Rodeado del esplendor de la gracia de su elección, habiendo Dios escogido algunos desde antes de la fundación del mundo, no reposará hasta haberles justificado y hecho aceptos en el Amado. ¿No está escrito: “A los que predestinó, a estos también llamó; y a los que llamó, a estos también justificó; y a los que justificó, a estos también glorificó?” Así es que puedes ver que el Señor ha resuelto justificar a algunos y ¿por qué no seríamos tú y yo en este número?
Nadie más que un Dios pensaría jamás en justificarme a mí. Resuelto para mí mismo una maravilla. No dudo que la gracia divina sea igualmente manifiesta en otros. Contemplo a Saulo de Tarso “respirando amenazas y muerte” contra los siervos del Señor. Como lobo rapaz espantaba a las ovejas del Señor por todas partes, no obstante Dios le detuvo en el camino de Damasco y cambió su corazón justificándole del todo, tan plenamente que bien pronto este perseguidor resultó el más grande predicador de la justificación por la fe que haya vivido sobre la faz de la tierra. Con frecuencia debe de haberse maravillado de haber sido justificado por la fe en Cristo Jesús, ya que antes era inveterado defensor de la salvación mediante las obras de la ley. Nadie más que Dios podía haber pensado en justificar a un hombre como el perseguidor Saulo. Pero el Señor Dios es glorioso en gracia.
Pero, por si alguien pensara en justificar a los impíos, nadie más que Dios podría hacerlo. Es imposible que persona alguna perdone las ofensas que no hayan sido cometidas contra ellas misma.
Si alguien te ha ofendido gravemente, tú puedes perdonarle, y espero que así lo hagas; pero una tercera persona fuera de ti no puede perdonarle. Si tú eres la persona ofendida, de ti debe proceder el perdón. Si a Dios hemos ofendido, está en el poder de Dios mismo perdonar, ya que contra él mismo se ha pecado. Esta es la razón por la que David dice en el Salmo 51: “A ti, a ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos,” pues así Dios contra quién se ha cometido la ofensa, puede remitirla. Lo que debemos a Dios, nuestro gran Creador puede perdonar, si así le place; y si lo perdona, perdonado queda. Nadie más que el gran Dios contra quien hemos pecado, puede borrar nuestro delito. Por consiguiente, acudamos a él en busca de misericordia. Y cuidado que no nos dejemos desviar por algún ministro que desee que acudamos a él en busca de lo que solo Dios puede concedernos careciendo de todo fundamento en la palabra de Dios sus pretensiones. Y aún cuando fuesen ordenados para pronunciar palabras de absolución en nombre de Dios, será siempre mejor que acudamos nosotros mismos en busca de perdón al Señor Dios, en nombre de Jesucristo, Mediador único entre Dios y los hombres, ya que sabemos de cierto que éste es el camino verdadero. La religión por encargo es asunto peligroso. Infinitamente mejor y más seguro es que te ocupes personalmente en los asuntos de tu alma y no los encargues a ningún otro.
Sólo Dios puede justificar a los impíos, y puede hacerlo a la perfección. El echa nuestros pecados detrás de sus espaldas, los borra, diciendo que aunque se busquen, no se hallarán. Sin otra razón que su bondad infinita ha preparado un camino glorioso mediante el cual puede hacer que los pecados que son rojos como escarlata sean más blancos que la nieve y remover de nosotros las transgresiones tan lejos como el oriente del poniente. Dice su palabra: “No me acordaré de tus pecados,” llegando hasta el punto de aniquilarlos. Uno de los antiguos dijo maravillado: “¿Qué Dios como tú que perdonas la maldad y olvidas el pecado del resto de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque es amador de misericordia.” (Miqueas 7:18)
No hablamos aquí de justicia, ni del trato de Dios con los hombres, según sus merecimientos. Si piensas entrar en relación con Dios justo sobre la base de la ley, la ira eterna te aguarda amenazadora por cuanto esto es lo que mereces. Bendito sea su nombre, porque, no nos ha tratado según nuestros pecados; y hoy nos trata en términos de gracia inmerecida y compasión infinita, diciendo: “Os recibiré misericordiososo y os amaré de voluntad.” Creedlo, porque ciertamente es la verdad que el gran Dios trata al culpable con misericordia abundante. Sí, puede tratar al impío como si siempre hubiera sido pío. Lee atentamente la parábola del “hijo pródigo,”
Y verás como el padre perdonador recibe al hijo errante con tanto amor como si nunca se hubiera extraviado y nunca contaminado con las pérdidas. Hasta tal punto el padre demostraba su cariño que el hermano mayor halló en ello motivo de murmurar, pero por eso el padre no cesó de amarle. OH, hermano, por culpable que fueras, con tal de que quieras volver a tú Dios y padre, te tratará como si nunca hubieras hecho mal alguno. Te considerará justo y te tratará conforme. ¿Qué dices a esto?
Deseo aclarar bien lo glorioso de este caso. Ya que nadie sino Dios pensarían en justificar al impío, y ya que nadie sino Dios, lo podría hacer, ¿no vez como Dios, sin embargo, bien lo puede hacer? Fíjate en como el apóstol extiende el reto: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que los justifica.” Habiendo Dios justificado a una persona, está bien hecho, rectamente hecho, justamente hecho, y para siempre perfectamente hecho. El otro día leí un impreso lleno de veneno contra el evangelio y los que predican. Decía que creemos en una teoría por la cuál nos imaginamos que el pecado se puede alejar de los hombres. Nosotros no creemos en teorías: proclamamos un hecho. El hecho más glorioso debajo del cielo es éste que Cristo por su preciosa sangre real y positiva aleja al pecado y que Dios por amor de Cristo, tratando a los hombres en términos de misericordia divina, perdona a los culpables y los justifica, no según algo que vea en ellos o prevé que habrá en ellos, sino según la riqueza de la misericordia que habita en su propio corazón. Esto es lo que hemos predicado, lo que predicaremos en tanto que vivamos. “Dios es el justifica,” el que justifica a los impíos. El no se avergüenza de hacerlo, ni nosotros de predicarlo.
En la justificación hecha por Dios mismo no cabe duda ninguna. Si el juez me declara justo, ¿quién me condenará? Si el tribunal supremo de todo el universo me ha pronunciado justo, ¿quién me acusará? La justificación de parte de Dios es suficiente para la conciencia despierta. El Espíritu Santo mediante la misma sopla la paz sobre nuestro ser entero y no vivimos ya atemorizados. Mediante tal justificación podemos responder a todos los rugidos y a todas las murmuraciones de Satanás y de los hombres. Esta justificación nos prepara para morir bien, a resucitar y arrostrar el último juicio.


Dios es el que justifica
“Sereno miro ese día:
¿Quién me acusará?
En el Señor mi ser confía;
¿Quién me condenará?”
Amigo/a, el Señor puede borrar todos tus pecados, “Todos los pecados serán perdonados a los hijos de los hombres.” Aunque te hallaras enfangado hasta lo sumo en la miseria, El puede con una palabra limpiarte de la lepra diciendo: “Yo quiero; sé limpio.” El Señor Dios es gran perdonador. “Yo creo en el perdón de los pecados.” ¿Tú crees?
Aún en este mismo momento el Juez puede pronunciar sentencia sobre ti, diciendo: “Tus pecados te son perdonados: vete en paz” Y si así lo hace, no hay poder en cielo, en la tierra, ni debajo de la tierra que te pueda acusar, ni mucho menos condenar. No dudes del amor del Todopoderoso. Tú no podrías perdonar al prójimo, si te hubiera ofendido como tú has ofendido a Dios. Pero no debes medir la gracia de Dios con la medida de tu estrecho criterio. Sus pensamientos y caminos están por encima de los tuyos tan alto como el cielo encima de la tierra.
“Bien,” dirás tal vez, “gran milagro sería que Dios me perdonara a mí.” ¡Justo! Sería milagro grandísimo, y por lo tanto es muy probable que lo haga, porque El hace “grandes cosas e inescrutables,” para nosotros inesperadas.
En cuanto a mí, quedé quebrantado bajo un terrible sentimiento de culpa que me hacía la vida insoportable; pero al oír la exhortación: “Mirad a mí y sed salvos todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios y no hay otro,” entonces miré, y de un momento me justificó el Señor Jesucristo, hecho pecado en mi lugar, fue la que vi, y esa vista dio reposo a mi alma. Cuando los mordidos por las serpientes venenosas en el desierto miraron a la serpiente de metal, quedaron sanos inmediatamente, y así yo al mirar con los ojos de la fe al Salvador crucificado por mí. El Espíritu Santo, quién me dio la facultad de creer, me comunicó la paz mediante la fe. Tan cierto me sentí perdonado como antes me había sentido condenado. Avíame sentido cierto de la condenación, porque la Palabra de Dios me lo había declarado, dándome testimonio de ello la conciencia. Pero cuando el Señor me declaro justo, quedé igualmente cierto por los mismos testimonios. Pues la Palabra de Dios en las Escrituras dice: “El que en El cree, no es condenado,” y mi conciencia me daba testimonio de que creía y de que Dios al perdonarme era justo. Así es que tengo el testimonio del Espíritu Santo y de la conciencia, testificando ambos a una misma cosa. ¡Cuánto deseo que el lector reciba el testimonio de Dios en este asunto, y bien pronto tendría también el testimonio en sí mismo!
Me atrevo a decir que un pecador justificado por Dios, se halla sobre fundamento más firme que el hombre justificado por las obras, si tal hombre existiera. Pues nunca estaríamos ciertos de haber hecho bastante de obras buenas: la conciencia quedaría siempre inquieta por sí, después de todo, faltara algo, y solamente descansaríamos sobre la sentencia falible de un juicio dudoso. En cambio, cuando Dios mismo justifica y el Espíritu Santo le rinde testimonio, dándonos paz con Dios, entonces sentimos que el hecho es firme y bien sólido, y el alma entra en descanso. No hay palabra para explicar la calma profunda que se apodera del alma que recibe esa paz de Dios que sobrepuja todo entendimiento. Amigo/a búscala en este mismo momento.

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