lunes, 28 de enero de 2008

¡AY DE MI! NADA PUEDO HACER.

Después de haber aceptado la doctrina de la reconciliación y comprendido la gran verdad de la salvación mediante la fe en el Señor Jesús, el corazón atribulado se inquieta muy a menudo por un sentimiento de incapacidad respecto a la práctica del bien. Muchos suspiran, diciendo: ¡Ay de mí: nada puedo hacer! Y no lo dicen en sentido de excusa, sino lo sienten como carga pesada diariamente. Harían el bien si pudieran. Cada uno de estos podría decir francamente: “Tengo el querer, mas efectuar el bien no lo alcanzo.”
Esta experiencia parece hacer todo el trabajo de la Palabra de Dios nula y sin efecto; pues ¿para qué sirve el alimento, si está fuera del alcance del hambriento? ¿Para qué sirve el río de agua viva, si el sediento no puede beber? Nos acordamos aquí de la anécdota del médico y del hijo de la madre pobre. El sabio dijo que su queridito pronto mejoraría bajo un tratamiento propio del caso, siendo absolutamente necesario que con toda regla tomara del mejor vino de Oporto y que pasara una temporada en los baños termales de Alemania. ¡Receta para el hijo de una pobre madre que apenas tenía pan para llevar a la boca! Así la palabra de Dios no parece a la alma ansiosa cosa tan sencilla al decir: “Cree, y vivirás,” porque pide al pobre pecador que haga lo que no puede hacer. Para el verdaderamente despierto, pero poco instruido, parece faltar un eslabón en la cadena. A lo lejos está el remedio, pero ¿cómo obtenerlo? El alma se siente sin fuerzas y no sabe qué hacer. Yace cerca, a la vista de la ciudad de refugio, pero no puede entrar por la puerta.
¿No se ha tenido en cuenta esta falta de fuerza en el plan de salvación? Ciertamente que sí. La obra del Señor es perfecta. Esta empieza por donde nos hallamos, y nada nos pide para perfeccionarla. Cuando el buen Samaritano vio al viajero herido tendido en el camino medio muerto, no le pidió que se levantara, viniera, montara su asno y se dirigiera a la posada. No, no. Se le acercó, vendó sus heridas y le puso sobre su cabalgadura y le condujo al mesón. Así nos trata Jesús en nuestro estado desgraciado.
Hemos visto que Dios es el que justifica, que justifica a los impíos y que los justifica mediante la fe en la preciosa sangre de Jesús. Ahora vamos a ver la condición en la cual se hallan estos impíos al empezar Jesús a salvarles. Muchas personas despiertas por ver su condición no solamente se hallan atribuladas con motivo de sus pecados sino con motivo de su flaqueza moral. Carecen de fuerzas para escapar del lodo en que han caído y de guardarse del mismo en el porvenir. No sólo se lamentan por lo que han hecho, sino por lo que no pueden hacer. Se sienten sin fuerzas, sin recursos, sin vida espiritual. Parece extraño decir que se sienten muertos, y no obstante es así. En su propia estimación son incapaces de todo bien. No pueden andar por el camino del cielo por tener las piernas quebradas. Tanto se sienten sin fuerzas. Felizmente está escrito como recomendación del amor de Dios para con nosotros:
“Cristo cuando aun éramos flacos, a su tiempo murió por los impíos.” Romanos 5:6.
Aquí vemos la nulidad consciente socorrida: socorrida por la intervención del Señor Jesús. Nuestra nulidad es cabal. No está escrito: “cuando aun éramos comparativamente flacos, Cristo murió por nosotros,” o “cuando sólo teníamos un poco de fuerza,” sino la afirmación es absoluta, sin limitación: “Cuando aun éramos flacos.” Nos faltaba toda fuerza para ayudarnos en la obra de la salvación. Las palabras de Nuestro Señor eran del todo verdaderas: “Sin mí nada podéis hacer.” Podría ir más allá del texto y recordarte del gran amor con que el Señor nos amó, “aun estando nosotros muertos en pecados.” El hallarse muerto es aun peor que hallarse sin fuerzas.
El gran hecho en que el pobre pecador sin fuerzas debe fijar su mente y retener firmemente como único fundamento de esperanza, es la afirmación divina que “a su tiempo Cristo murió por los impíos.” Cree en esto y toda incapacidad desaparecerá. Como dice la fábula de Midas, quien todo transformaba en oro por su tacto, así se puede afirmar de verdad respecto a la fe que todo lo que toca vuelve bueno. Nuestras mismas faltas y flaquezas se vuelven bendiciones, cuando la fe entra en contacto con ellas.
Fijémonos en ciertas formas de esta falta de fuerza. Por de pronto, dirá alguien: “Me parece que no tengo fuerza para concentrar mis pensamientos en los asuntos solemnes en orden a mi salvación: casi no puedo hacer en recogimiento una breve oración. Acaso es esto así, en parte debido a mi flaqueza física, en parte por haberme dañado por algún vicio, en parte también por mis congojas de esta vida, de modo que me incapacito para los pensamientos elevados que se requieren para la salvación del alma.” Tal es una forma de debilidad pecaminosa muy común. Atención ahora. En este punto te hallas flaco; y hay muchos como tú. Muchos que serían del todo incapaces de una serie de pensamientos consecutivos, por mucho que se esforzaran. Muchas personas pobres de ambos sexos carecen de educación, hallándolo trabajo muy duro engolfarse en pensamientos profundos. Otras personas son por naturaleza tan superficiales que un argumento de raciocinio largo, les sería tan difícil como les sería difícil volar por el aire. No llegarían al conocimiento de ningún misterio profundo, aún cuando gastaran toda su vida en tal empresa. Por lo tanto, tú no necesitas desesperar: lo que se requiere para la salvación no es un proceso de pensamientos continuo, sino una sencilla confianza en Jesús. Acógete a este hecho: Cristo, a su tiempo murió por los impíos.” Esta verdad no requiere de tu parte examen profundo, raciocinio lógico ni argumento convincente. Allí está: “Cristo, a su tiempo murió por los impíos.” Fija tú mente en ello y permanece allí.
Mira que este gran hecho glorioso de gracia permanezca en tu espíritu hasta que perfume todos tus pensamientos y te regocije el corazón, aunque te halles sin fuerzas, teniendo al mismo tiempo presente que el Señor Jesús ha venido a ser tu fortaleza y canción, sí, ha venido a ser tu salvación. Según las Escrituras es un hecho divinamente revelado que a tiempo debido Cristo murió por los impíos siendo ellos aún flacos, sin fuerzas. Tal vez hayas oído estas palabras centenares de veces, pero sin haber comprendido nunca su significado. Son de sabor agradable ¿verdad? Jesús no murió por nuestra justicia sino por nuestros pecados y debilidades. No vino a salvarnos, porque merecíamos ser salvos, sino porque éramos enteramente indignos, arruinados, inútiles. No vino al mundo por alguna buena razón que hubiera en nosotros, sino exclusivamente por las razones que hallaba en las profundidades de su amor divino. A su tiempo murió por los que él mismo afirma no eran piadosos sino impíos, aplicándoles un atributo tan desgraciado como podía escoger. Aún cuando tengas tan solo poca mentalidad, fíjala en esta verdad tan apropiada a la menor capacidad mental, y que, no obstante, puede alegrar al corazón más apesadumbrado. Deja a este texto ocupar tu mente cual grato recuerdo hasta encantar tu corazón y dar colorido a todos tus pensamientos, y entonces nada importará que estos sean tan diseminados como las hojas dispersas por el viento de otoño. Personas que nunca brillaron en las ciencias, ni dieron prueba de originalidad mental, han sido bien capaces de aceptar la doctrina de la cruz y han sido salvas por ella. ¿Por qué tú no?
Oigo a otro lamentarse: “Mi falta de fuerza consiste principalmente en no poderme arrepentir bastante.” ¡Singular idea que algunos tienen de lo que es el arrepentimiento! Muchos se imaginan que se debe derramar tanta lágrima, exhalarse tanto suspiro, sufrirse tanto desespero. ¿De dónde nos viene idea tan errónea? La incredulidad y la desesperación son pecados, y por tanto no veo como pueden constituir parte de un arrepentimiento que pide Dios. Sin embargo, hay personas que les consideran parte necesaria de la verdadera experiencia cristiana. Pero en esto se equivocan grandemente. No obstante, comprendo lo que quieren decir, porque en los días que estaba en tinieblas, solía sentir yo lo mismo. Deseaba arrepentirme pensando que no podía hacerlo, y lo cierto es que todo ese tiempo estaba arrepentido. Extraño como suena, me dolía que no pudiera sentir. Solía meterme en algún rincón y llorar, porque no podía llorar, y sufría amargamente porque no podía sufrir a causa de mis pecados. ¡Cuánta confusión, cuando en nuestro estado de incredulidad empezamos a juzgar nuestra conciencia espiritual! Nos parecemos al ciego mirando a sus propios ojos. Se me derretía el corazón de temor, porque creía que mi corazón era duro como una piedra. Mi corazón estaba quebrantado al pensar que no me quebrantaba. Ahora comprendo que entonces estaba yo dando muestras de poseer precisamente las cosas que me creía no poseer; más no sabía donde me hallaba.
¡Ojalá que pudiera ayudar a otros a encontrar la luz que hoy disfruto! ¡Cuánto quisiera decir una palabra que abreviara el tiempo de trastorno en que te hallas! Desearía decir unas palabras sencillas, pidiendo al Gran Espíritu Consolador las aplicara a tú corazón.
Acuérdate de que el hombre verdaderamente arrepentido nunca queda satisfecho de su arrepentimiento. Tan poco como podemos vivir perfectamente, podemos arrepentirnos perfectamente. Por puras que sean nuestras lágrimas, siempre queda en ellas alguna suciedad: queda algo de qué arrepentirnos en nuestro mejor arrepentimiento. Pero escucha. El arrepentirse significa cambiar de mente acerca del pecado, acerca de Cristo y acerca de todas las grandes cosas de Dios. En esto está incluido el dolor; pero el punto principal es el volver el corazón del pecado a Cristo. Si existe en ti esta vuelta, posees la esencia del arrepentimiento, aún cuando el desespero y sobresalto no echan sombra alguna sobre tu mente.
Si no puedes arrepentirte como quisieras, hallarás auxilio en el caso, si crees firmemente que “a su tiempo Cristo murió por los impíos.” Piensa repetidas veces en esto. ¿Cómo podrás continuar con el corazón endurecido teniendo presente que Cristo de amor supremo, murió por el impío? Permíteme persuadirte que pienses dentro de ti: “Impío como soy, aunque mi corazón de piedra no se ablande y en vano me pegue en el pecho, no obstante él murió por los que son como yo, ya que murió por los impíos. Haga Dios que crea esto y sienta yo su potencia en mi corazón empedernido.”
Borras todo otro pensamiento de tu mente y siéntate horas enteras meditando en esta sola meditación, excelsa de amor sin par, inmerecida e inesperada: Cristo – murió por los impíos.” Lee cuidadosamente la narración de la muerte del Señor, como consta en los cuatro evangelios. Si hay algo capaz de ablandar tu corazón calloso, será la contemplación de los sufrimientos de Jesús, considerando que todo lo padeció para bien de sus enemigos.


“Crucificado en un madero,
Manso cordero, mueres por mí;
Por eso el alma triste llorosa
Suspira ansiosa, Señor, por ti.

Miro tu angustia ya terminada,
Hecha la ofrenda de la expiación,
Tu noble frente mustia, inclinada,
Y consumada mi redención.

¡Dulces momentos, ricos de dones
De paz y gracia, de vida y luz!
Sólo hay consuelos y bendiciones
Cerca de Cristo, junto a la cruz.”


Ciertamente la cruz, es decir lo que simboliza, es la potencia milagrosa que hace brotar agua de la piedra. Si entiendes bien el significado del sacrificio divino de Jesús, te arrepentirás forzosamente de haberte opuesto alguna vez a un Salvador tan lleno de amor. Escrito está: “Mirarán a mí, a quien traspasaron y harán llanto sobre él como llanto sobre unigénito, afligiéndose sobre él, como quien se aflige sobre primogénito.” El arrepentimiento no te hará ver a Cristo, pero el mirar a Cristo hará que te arrepientas. No debes hacerte un Cristo producto de tu arrepentimiento, pero debes mirar a Cristo para que de ello te resulte el arrepentimiento. El Espíritu Santo, volviéndonos de cara a Cristo, nos hace volver la espalda al pecado. Por tanto, vuélvete del efecto a la causa, a saber de tu propio arrepentimiento al Señor Jesús quien fue “ensalzado para dar arrepentimiento.”
He oído decir a otro: “Me atormentan pensamientos terribles. Por doquier que me vaya, me asaltan blasfemias. Me acuden tentaciones malignas en medio del trabajo y aún sobre el lecho me despiertan inspiraciones del maligno. No me puedo librar de esta tentación espantosa.” Amigo/a, comprendo lo que quieres decir, porque el mismo lobo me ha perseguido a mí. Más fácil sería vencer a un ejercito de moscas con un sable que dominar los pensamientos capitaneados por el demonio. El alma tentada, acosada por las sugestiones satánicas, se asemeja al viajero, cuya cabeza, oreja y cuerpo entero fue atacado por un enjambre de abejas. No les pudo alejar de sí, ni pudo huir de ellas. Le picaron por todas partes, amenazando dejarle muerto. No me maravillo de oír que te hallas sin fuerzas para poner término a esos pensamientos horribles y abominables, con las cuales el diablo inunda tú alma. No obstante quisiera recordarte del texto a la vista: “Cristo, cuando aún éramos flacos, a su tiempo murió por los impíos.” Jesús sabía en qué estado nos hallábamos y en que estado debíamos estar: veía que no podíamos vencer al príncipe del poder del aire; sabía que nos molería terriblemente; pero precisamente entonces, viéndonos en esa condición, murió por los impíos. Echa el ancla de tu fe sobre este hecho. El mismo demonio no podrá decirte que tú no eres impío; cree, pues, que Cristo murió por ti. Acuérdate de cómo Martín Lutero aplastó la cabeza de la serpiente con su propia espada. “¡Ah!” le dijo satanás, “tú eres pecador.” “Cierto,” respondió Lutero, “Cristo murió para salvar a los pecadores.” Así le venció con su propia espada. Escóndete en este refugio y quédate en él: “Cristo, á su tiempo murió por los impíos.” Si te acoges a esta verdad, los pensamientos blasfemos que tú no puedes ahuyentar á causa de tu flaqueza, se apartarán de ti por sí mismos; porque satanás verá que no logra la suya atormentándote con ellas.
Si tú odias tales pensamientos, no son tuyos sino inspiraciones del diablo por las cuales él es responsable y no tú. Si tu luchas contra ellos, son tan pocos tuyos como las blasfemias y mentiras de los alborotadores en la calle. Por medio de esos pensamientos el demonio intenta llevarte a la desesperación, o cuando menos quiere impedir que confíes en Jesús. La pobre mujer enferma no pudo acercarse a Jesús a causa de la multitud, y tú estás en condición semejante a causa de la multitud de malos pensamientos que te oprimen. Sin embargo, ella extendió el dedo y tocó el borde del vestido del Señor, y quedó sana. Haz tú lo mismo.
Jesús murió por los culpables “de toda clase de pecado y blasfemia,” y por lo mismo estoy seguro de que no rechazará a los que sin quererlo son acusados por los malos pensamientos. Échate confiado sobre él, pensamientos y todo, y verás como es poderoso para salvarte. El pondrá fin a esas inspiraciones del maligno y te hará verlas en su verdadera luz, de suerte que no te atormenten más. Te quiere y puede salvar a su manera, de modo que por fin disfrutes de perfecta luz. Solamente confía en él tanto respecto a esto como en orden a todo lo demás.
Perplejidad dolorosa es la forma de incapacidad que consiste en la supuesta falta de poder para creer. No nos es extraña la queja que dice:
“Con tal que creer pudiera,
Muy grato me todo sería:
No puedo, si bien quisiera;
Es tal la miseria mía.”
Muchos quedan a oscuras por años y años por falta, como dicen, de poder hacer lo que en realidad no es hacer, sino el abandono de todo poder para entregarse al poder de otro, al Señor Jesús mismo. Verdad es que todo este asunto de creer es cosa muy singular, porque las personas que se esfuerzan en sentido de procurar creer, no hallan auxilio en la empresa. La fe no viene por tratar o procurar creer. Si alguien me relatara algo que ocurrió esta mañana, no le diría yo que procuraría creer lo ocurrido. Si tuviera fe en su honradez y se me presentara como testigo ocular, aceptaría su testimonio sin más ni más. Si no le creyera persona fidedigna, descreería naturalmente; pero en ningún caso habría lugar para tal cosa como procurar creer. Ahora bien, declarando Dios mismo que en Jesucristo hay salvación, forzosamente debo creerlo en seguida, o tratarle de mentiroso. Por cierto que no dudarás respecto a lo que sea el recto proceder en este caso. El testimonio de Dios es verdadero y siendo así nos hallamos bajo la obligación de creer sin demora.
Pero tal vez has procurado creer demasiado. No aspires a cosas exorbitantes. Conténtate con una fe que abarca esta sola verdad: “Cristo, cuando aún éramos flacos a su tiempo murió por los impíos.” El dio su vida por los hombres y mujeres cuando no creían en él, ni eran capaces de creer en él. Murió por los hombres y mujeres, no, como creyentes sino como pecadoras. El vino para hacer de estos pecadores creyentes y santos; pero al morir por ellos les miraba como que estaban sin fuerzas del todo. Si te afirmas en la verdad de que Cristo murió por los impíos, eres salvo, aun cuando todavía no puedas creer en todas las cosas, ni mover las montañas, ni hacer otras cosas maravillosas. No es la gran fe la que salva sino la verdadera; y la salvación no está en la fe, sino en Cristo, en quién la fe confía. Una fe tan pequeña como un grano de mostaza basta para traernos a la salvación. No es la medida de la fe que se toma en cuenta, sino la sinceridad de la fe. Ciertamente el hombre puede creer lo que sabe que es la verdad; y como sabes que Jesús es verdadero, tú, amigo/a puedes creer en él.
La cruz que es el objeto de la fe es también, por la potencia del Espíritu Santo, la fuente de la misma. Siéntate y contempla en espíritu al Salvador moribundo hasta que brote la fe espontáneamente del corazón. No hay lugar mejor que el Calvario para producir la confianza. La atmósfera de ese collado sacro proporciona vigor a la fe vacilante. Muchos que allí han contemplado al Redentor, han dicho:


“Mirándote herido, moribundo
En vil madero como delincuente,
La fe en ti, Señor, en lo profundo
Del corazón nacer se siente.”

"Ay de mi!" dice otro, "mi alta de fuerza consiste en que no puedo abandonar el pecado y se bien que no puedo ir al cielo cargado de pecado." Me alegro que sabes esto, porque es la pura verdad. Es preciso divorciarse del pecado para casarse con Cristo. Recuerda la pregunta que penetra la mente de Bunyan ocupado en sus juegos en el día Domingo: "¿quieres guardar tus pecados e ir al cielo?" Esto lo dejo parado. Esta es una pregunta que todo hombre tendrá que contestar; porque continuar en el pecado e ir al cielo es imposible. Te es preciso abandonar el pecado o abandonar la esperanza. Si contestas: "Si, la voluntad no me falta. Tengo el querer, mas efectuar lo que deseo, no lo alcanzo. El pecado me domina y no tengo fuerzas." Ven, pues, si no tienes fuerzas, aun hay remedio en este texto: "Cristo, cuando aun eramos flacos murió por los impíos." ¿Puedes creer esto todavía? Por mucho que otras cosas, al parecer, lo contradigan, ¿quieres creerlo? Dios lo ha dicho; es un hecho y por lo tanto, acogete al mismo por amor de tu alma, porque allí esta tu única esperanza. Creelo y confía en Jesús y pronto hallaras poder para aniquilar el pecado; pero aparte de Cristo, el "hombre fuerte armado" te tratara para siempre como esclavo. Personalmente nunca podría haber vencido sobre mi naturaleza pecaminosa. Procuraba, pero fracase. Mis malas inclinaciones me eran demasiado numerosas, hasta que, creyendo que Cristo murió por mi, abandone mi alma culpable en sus brazos, y entonces recibí potencia para vencer a mi propio yo pecaminoso. La doctrina de la cruz se puede usar para combatir al pecado como los guerreros antiguos usaban las espadas formidables de dos mangos, diezmando al enemigo a cada golpe. Nada hay como la fe en el amigo de los pecadores: esta vence todo mal. Si Cristo ha muerto por mi, impío como soy, sin fuerza como me hallo, no puedo vivir mas en el pecado, sino que debo exitarme al amor y servicio del que me ha redimido. No puedo jugar con el mal que ha matado a mi mejor Amigo. Debo ser santo por amor a el mismo. ¿Como puedo yo vivir en el pecado siendo así que el ha muerto para salvarme del pecado?
Mira cuan glorioso remedio esto es para ti que carece de fuerzas, el saber y creer que a su tiempo Cristo murió por los impíos como tu. ¿Lo has comprendido ya? Es tan difícil para muchas mentes oscurecidas, pervertidas e incrédulas ver la esencia del propósito de Dios. A veces he pensado al acabar la predicación que tan claramente he declarado la Palabra de Dios que los mas torpes lo debieran haber comprendido; sin embargo he notado que aun los oyentes no han comprendido lo que es: "Mirad a mi y sed salvos." Los convertidos dicen generalmente que hasta tal o cual día no han comprendido el plan de Dios y esto a pesar de haberlo oído por años y años. El plan de Dios queda desconocido no por falta de explicacion, sino por falta de revelación personal. Esta el Espíritu Santo dispuesto a conceder a los que se lo piden. Pero, aun después de concedida, la suma total de lo revelado esta contenida en las palabras: "Cristo murió por los impíos."
Oigo a otro quejarse diciendo: “¡Ay, ay! Mi flaqueza consiste en no poder permanecer firme. En el domingo oigo la palabra y me impresiona; pero durante la semana doy con un mal compañero y desaparecen mis buenas emociones. Mis compañeros de trabajo no creen en nada y dicen tantas barbaridades. Yo no sé como contestarles y así quedo derrotado.” Te conozco señor Dobladillo y te tengo lástima; pero al mismo tiempo, si eres sincero, te diré que hay remedio para tú flaqueza en la gracia divina. El Espíritu Santo tiene potestad para echar fuera al espíritu de temor. El puede hacer valiente al cobarde. Acuérdate, pobre amigo vacilante, que no debes quedar en este estado. No conviene de ningún modo que seas falso para contigo mismo. Ponte derecho y mide tu estatura para ver si tu destino es el ser como un sapo arrollado bajo la grada, indeciso si has de quedar parado o echar a correr. Sé hombre. Aquí no se trata meramente de un asunto espiritual, sino de virilidad común. Muchas cosas haría para agradar a mis amigos, pero ir al infierno para darles el gusto, eso sí que no lo haría. Bueno es hacer esto y lo otro para guardar la amistad, pero malísimamente se paga mantener la amistad con el mundo a costa de la amistad con Dios. “Eso lo sé,” dices, “pero a pesar de saberlo me falta ánimo. Desplegar la bandera, a eso no me atrevo. Me falta fuerza para vivir firme,” Ahora bien, te traigo el mismo texto: “Cristo, aún cuando éramos flacos, a su tiempo murió por los impíos.” Si el apóstol Pedro estuviera aquí, nos diría: “El Señor Jesús murió por mí aun cuando era yo tan flaco que por las palabras de una criada empecé a mentir y jurar que no conocía al Señor.” Si; Jesús murió por aquellos flacos que le abandonaron huyendo. Afírmate en esta verdad: “Cristo, aún cuando éramos flacos murió por los impíos.” He aquí el camino de salida de la cobardía. Clava esto bien en tú alma: “Cristo murió por mí,” y pronto estarás tú listo a morir por él. Créelo que él sufrió en tú lugar, ofreciendo por ti un sacrificio expiatorio, pleno, verdadero y satisfactorio. Si crees este hecho, tendrás forzosamente que sentir: “No me puedo avergonzar del que murió por mí.” La convicción plena de esta verdad, te infundirá valor irresistible. Acuérdate de los santos de la época de los mártires. En los tiempos primitivos del cristianismo, cuando este pensamiento del gran amor de Cristo brillaba con lustre infinito en la iglesia, no sólo estaban listos a morir los cristianos, sino deseaban sufrir presentándose espontáneamente de a centenares ante los tribunales de los gobernantes perseguidores confesando a Cristo. No digo que era prudencia invitar así a la muerte cruel, pero el caso prueba que un sentimiento del amor de Cristo eleva al hombre sobre todo temor del daño que el hombre sea capaz de hacer al creyente. ¿Por qué no hará tal sentimiento lo mismo en ti? ¡Ojalá que te inspire ahora la determinación valiente de colocarte al lado del Señor para ser su fiel seguidor hasta el fin!
¡Ayúdenos el Espíritu Santo a llegar a este punto por la fe en el Señor Jesús y todo será para bien nuestro y para su gloria!

¡AY DE MI! NADA PUEDO HACER.

domingo, 20 de enero de 2008

SALVACION DE PECAR

Aquí diré unas cuantas palabras sencillas a los que comprenden la idea de la justificación por la fe en Jesucristo, pero cuya dificultad consiste en no poder cesar de pecar. No es posible que nos sintamos felices, reposados y espiritualmente sanos hasta que llegamos a ser santificados.
Es preciso que seamos librados del dominio del pecado. Pero ¿cómo se realiza esto? Es este un asunto de vida o muerte para muchos. La naturaleza vieja es muy fuerte, y la han procurado refrenar y domar; pero no quiere ceder, y aunque deseosos de mejorar, se hallan peor que antes. El corazón es tan duro, la voluntad tan rebelde, la pasión tan ardiente, los pensamientos tan ligeros, la imaginación tan indomable, que el hombre despierto siente que lleva en sus adentros una cueva de bestias silvestres que acabarán por devorarle más bien que llegue él a ejercer domino sobre ellas. Respecto a nuestra naturaleza caída podemos decir nosotros lo que dijo el Señor a Job, de leviathan: “¿Jugarás tú con él como un pájaro o lo atarás para tus niñas?” Más bien podrá el hombre detener con la mano el viento que refrenar por su fuerza propia los poderes tempestuosos que moran en su naturaleza caída. Esta es empresa mayor que cualquiera de las fabulosas de Hércules: aquí se necesita a Dios, el Todopoderoso.
“Yo podía creer que Jesús me perdona el pecado,” dice alguien, “pero lo que me atropella es que vuelvo a pecar y que existen inclinaciones terribles al mal en mi ser. Tan cierto como la piedra tirada al aire pronto vuelve a caer, así yo; aunque por la predicación poderosa sea elevado al cielo, vuelvo a caer de nuevo en mi estado de estupor. ¡Ay de mí! Fácilmente quedo encantado por los ojos de basilisco del pecado permaneciendo bajo el encanto, de suerte que no escape de mi propia locura.”
Querido amigo/a, si la salvación no se ocupara de esta parte de nuestro estado de ruina, resultaría cosa por demás tristemente defectuosa. Como deseamos ser perdonados, deseamos también ser purificados. La justificación sin la santificación no sería salvación de ningún modo. Tal salvación llamaría al leproso limpio, dejándole morir de lepra; perdonaría la rebelión, dejando al rebelde permanecer enemigo del soberano. Alejaría las consecuencias descuidando la causa, lo que nos enredaría en un asunto desesperado y sin fin. Impediría por un momento el curso del río, dejando abierta la fuente de contaminación, de modo que más o menos pronto se abrirá salida con mayor fuerza. Acuérdate que el Señor Jesús vino a quitar el pecado de tres maneras; vino a salvar de la culpa del pecado, del poder del pecado, y de la presencia del pecado. De seguida te es posible llegar a la segunda parte: el poder del pecado se puede quebrantar inmediatamente; y así estarás en el camino a la tercera parte, a saber, la salvación de la presencia del pecado. “Sabemos que él apareció para quitar nuestros pecados.”
El ángel dijo del Señor: “Llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.” Nuestro Señor Jesús vino para destruir en nosotros las obras del diablo. Lo que se dijo en el nacimiento de nuestro Señor, se declaró también en su muerte; porque al abrirse su costado, salió sangre y agua para significar la doble cura para lo cual quedamos salvos de la culpa y de la contaminación del pecado.
Si no obstante te apenan el poder del pecado y las inclinaciones de tu naturaleza, como bien puede ser el caso, aquí hay para ti una promesa. Confía en ella, porque forma parte de ese pacto de gracia que está en todo ordenado y firme. Dios que no puede mentir ha declarado en Ezequiel 36:26 “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré corazón de carne.”
Como ves, en todo entra el Yo divino: Yo – daré – pondré – quitaré – daré. Tal es el real modo de obrar del Rey de los Reyes, siempre poderoso para ejecutar al punto su soberana voluntad. Ninguna de sus palabras quedará sin cumplir.
Bien sabe el Señor que tú no puedes cambiar tu propio corazón, ni limpiar tu propia naturaleza, pero también sabe que El es poderoso para hacer ambas cosas. Dios puede cambiar la piel del Etiope y extraer las manchas del leopardo. Oye esto, cree y admíralo: El te puede crear de nuevo, hacer que nazcas de nuevo. Esto es un milagro de gracia, pero el Espíritu Santo lo hará. Fuera gran milagro estar al pie de las cascadas de Niágara, y con una palabra mandar la corriente volver atrás y subir el gran precipicio sobre el cual hoy se lanza con poder estupendo. Nada más que el omnipotente poder de Dios podría hacer tal milagro; sin embargo ese no sería más que un paralelo adecuado a lo que sucedería, si se hiciera retroceder del todo el curso de tu naturaleza. Para Dios todo es posible. El es poderoso para volver atrás el curso de tus deseos, la corriente de tu vida, de modo que en lugar de bajar alejándote de Dios, tengas la tendencia de subir acercándose a Dios. Esto es en realidad lo que el Señor ha prometido hacer con todos los incluidos en el pacto, y sabemos por las Escrituras que todos los creyentes están incluidos en él.
Leamos de nuevo sus palabras:
“os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré corazón de carne.
¡Cuán maravillosa es esta promesa! Y en Cristo es “el sí” y “el amén” para la gloria de Dios por nosotros. Hagámosla nuestra, aceptándola como verdadera, apropiándonosla bien. Así se cumplirá en nosotros, y en días y años venideros tendremos que cantar del cambio maravilloso que ha obrado la soberana gracia en nosotros.
Muy digno de consideración es el hecho de que, quitando el Señor el corazón de piedra, queda quitado, y cuando esto una vez sea hecho, ningún poder conocido podría jamás quitarnos ese corazón nuevo que nos da y ese espíritu recto que nos infunde. “Porque sin arrepentimiento son las dádivas y vocación de Dios,” es decir sin arrepentimiento, o mudanza de parecer, de parte de Dios, no quitando lo que una vez ha dado. Permite que te renueva y quedarás renovado. Las reformas y limpiezas que emprende el hombre, pronto terminan, porque el perro vuelve al vómito; pero cuando Dios nos da corazón nuevo, este nos queda para siempre ni se volverá piedra otra vez. En esto debemos regocijarnos para siempre, a saber en lo crea Dios en su reino de gracia.
Para aclarar este asunto de un modo sencillo, ¿has oído el símil del señor Rowland Hill acerca del gato y el puerco? Te lo contaré al estilo propio para ilustrar las palabras gráficas del Salvador: “os es necesario nacer otra vez.” ¿Ves ese gato? ¡Cuán limpio es! ¿Ves como hábilmente se lava con la lengua y las patas? De verdad, ofrece una vista bonita. ¿Has visto jamás un puerco hacer lo mismo? ¡Cierto que no! Tal cosa sería contra la naturaleza del puerco. Este prefiere revolcarse en el fango. Enseña al puerco a lavarse, y verás cuan poco éxito tendrás.
Sería mejora sanitaria de gran valor si los puercos aprendieran limpieza y aseo. Enséñales lavarse y limpiarse como hacen los gatos. ¡Empresa inútil! Puedes limpiar al puerco por la fuerza, pero en seguida volverá a enfangarse, quedando tan sucio como antes. El único modo de hacer que se lave el puerco, como el gato, consiste en transformarlo en gato. Solo así y entonces se lavará y se limpiará, pero no antes. Supongamos realizada la tal transformación: lo que antes era difícil o imposible, ahora es fácil, muy fácil; el puerco será en adelante idóneo para entrar en la sala y dormir sobre la alfombra al lado de la estufa. Tal sucede con el impío: ni le puedes forzar a hacer lo que el hombre renovado hace de muy buena voluntad. Puedes bien enseñar al impío, proporcionándole buenos ejemplos, pero es incapaz de aprender el arte de la santidad, por cuanto carece de facultad y mente para ello: su naturaleza le lleva por otro camino. Cuando Dios le transforma en hombre nuevo, todo cambia de aspecto. Tan marcado es tal el cambio que oí a un convertido decir: “O todo el mundo ha cambiado, o he cambiado yo.” La nueva naturaleza sigue en pos del bien tan naturalmente como la vieja sigue en pos del mal. ¡Cuán gran bendición es obtener esta nueva naturaleza! Únicamente el Espíritu Santo te lo puede infundir.
¿Te has fijado alguna vez en lo maravilloso del caso de comunicarle el Señor corazón nuevo y espíritu recto al hombre perdido? Has visto, quizá, una langosta que, peleándose con otra langosta, ha perdido una pata, habiéndosele crecido pata nueva. Cosa admirable es esto, pero muchísimo más maravilloso es que al hombre se le de un corazón nuevo. Esto, si, que es un milagro, un hecho que sobrepuja todo poder de la naturaleza. Allí está un árbol. Si cortas una de sus ramas, otra podrá crecer en su lugar; pero ¿puedes cambiar su naturaleza, puedes volver dulce la savia amarga, puedes hacer que el espino produzca higos? Podrás injertarle algo mejor, siendo esto la analogía que la naturaleza nos ofrece de la obra de la gracia; pero el cambiar en absoluto la savia vital del árbol, esto sería un milagro de verdad. Tal prodigio y misterio de poder obra Dios en todos los que creen en Jesucristo.
Si te sometes a su operación divina, el Señor transformará tu ser. El subyugará la naturaleza vieja, y te infundirá vida nueva. Confía en el Señor Jesús y él quitará de tu carne el corazón duro de piedra, dándote corazón blando como de carne. Todo lo duro será blando, todo lo vicioso virtuoso; toda inclinación hacia abajo se elevará con fuerza viva hacia arriba. El león furioso dará lugar al cordero manso; el cuervo inmundo huirá de la paloma blanca; la serpiente engañosa quedará aplastada bajo el pie de la verdad.
Con mis propios ojos he visto tales cambios admirables del carácter moral y espiritual que no desespero de la maldad de nadie. Si no fuera indecoroso, indicaría a mujeres impuras, hoy puras, como la blanca nieve, y a hombre blasfemos que actualmente alegran a todos por su conducta y devoción. Los ladrones se transforman en personas honradas, los beodos en sobrios, los mentirosos en veraces, los burladores en personas sensatas y celadoras por la causa del Señor, Donde quiera que la gracia de Dios se haya manifestado, ha enseñado al hombre a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos, y a vivir templada, justa y piamente en este siglo malo; y querido lector/a, lo mismo hará la gracia por ti.
“¿Pero cómo se hará?” ¿Para qué lo quieres saber? ¿Será necesario que Dios explique su modo de obrar antes de que creas en él? Su proceder en este caso es un gran misterio: el Espíritu Santo lo lleva a cabo. El que ha hecho la promesa es el responsable por su cumplimiento, y su capacidad corresponde perfectamente al caso. Dios que promete efectuar tan asombrosa operación, lo llevará a cabo, sin duda alguna, en todos cuantos por fe reciban a Jesús, porque leemos que “a todos los que le recibieron, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios.” ¡Haga Dios que lo creas! ¡Ojalá que dieras al Señor de gracia el honor merecido de creer que él puede y quiere hacer esto en ti, por gran milagro que fuera! ¡Ojalá que creyeras que Dios no puede mentir! ¡Ojalá que confiaras en él, a fin de que te diera un corazón nuevo y un espíritu recto, ya que él es poderoso para hacerlo! ¡Que el Señor te conceda fe en sus promesas, fe en su Hijo, fe en el Espíritu Santo, fe en él mismo! Así sea. Y a él serán dadas alabanza, honra y gloria para siempre jamás. Amén.

miércoles, 2 de enero de 2008

DIOS ES EL QUE JUSTIFICA

Cosa maravillosa es ésta, el ser justificado o hecho justo. Si nunca hubiésemos quebrantado las leyes de Dios, no habría necesidad de tal justificación, siendo naturalmente justos. Quién toda su vida haya hecho lo debería hacer, y nunca haya hecho nada prohibido, éste es por sí justificado ante la ley. Pero estoy seguro que tú, querido lector, no te halles en este estado de inocencia. Eres demasiado honrado para pretenderte limpio de todo pecado, y por lo tanto necesitas ser justificado.
Pues bien, si te justificas a ti mismo, te engañas miserablemente a ti mismo. Por lo mismo, no emprendas tal cosa. No valdrá la pena.
Si pides a otro mortal que te justifique, ¿Qué podrá hacer? Alguien te alabaría por cuatro cuartos, otro te calumniaría por menos. Bien poco vale el juicio de hombre.
Nuestro texto dice: “Dios es el que justifica”, y esto, sí, que va al grano. Este hecho es asombroso, es un hecho que debemos considerar detenidamente. ¡Ven y ve!
En primer lugar, nadie más que Dios solo podría haber pensado en justificar a personas culpables. Se trata de personas que han vivido manifiestamente rebeldes obrando mal con ambas manos; de personas que han ido de mal en peor; de personas que han vuelto al mal aún después de castigadas siendo forzadas a cesar de cometer el mal por algún tiempo. Han quebrantado la ley y pisado el Evangelio bajo los pies. Han rechazado las proclamas de misericordia y persistido en la iniquidad. ¿Cómo podrán tales personas alcanzar perdón y justificación? Sus conocidos desesperan de ellos diciendo: “Son casos sin remedio.” Aún los cristianos les miran más bien con tristeza que con esperanzas. Rodeado del esplendor de la gracia de su elección, habiendo Dios escogido algunos desde antes de la fundación del mundo, no reposará hasta haberles justificado y hecho aceptos en el Amado. ¿No está escrito: “A los que predestinó, a estos también llamó; y a los que llamó, a estos también justificó; y a los que justificó, a estos también glorificó?” Así es que puedes ver que el Señor ha resuelto justificar a algunos y ¿por qué no seríamos tú y yo en este número?
Nadie más que un Dios pensaría jamás en justificarme a mí. Resuelto para mí mismo una maravilla. No dudo que la gracia divina sea igualmente manifiesta en otros. Contemplo a Saulo de Tarso “respirando amenazas y muerte” contra los siervos del Señor. Como lobo rapaz espantaba a las ovejas del Señor por todas partes, no obstante Dios le detuvo en el camino de Damasco y cambió su corazón justificándole del todo, tan plenamente que bien pronto este perseguidor resultó el más grande predicador de la justificación por la fe que haya vivido sobre la faz de la tierra. Con frecuencia debe de haberse maravillado de haber sido justificado por la fe en Cristo Jesús, ya que antes era inveterado defensor de la salvación mediante las obras de la ley. Nadie más que Dios podía haber pensado en justificar a un hombre como el perseguidor Saulo. Pero el Señor Dios es glorioso en gracia.
Pero, por si alguien pensara en justificar a los impíos, nadie más que Dios podría hacerlo. Es imposible que persona alguna perdone las ofensas que no hayan sido cometidas contra ellas misma.
Si alguien te ha ofendido gravemente, tú puedes perdonarle, y espero que así lo hagas; pero una tercera persona fuera de ti no puede perdonarle. Si tú eres la persona ofendida, de ti debe proceder el perdón. Si a Dios hemos ofendido, está en el poder de Dios mismo perdonar, ya que contra él mismo se ha pecado. Esta es la razón por la que David dice en el Salmo 51: “A ti, a ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos,” pues así Dios contra quién se ha cometido la ofensa, puede remitirla. Lo que debemos a Dios, nuestro gran Creador puede perdonar, si así le place; y si lo perdona, perdonado queda. Nadie más que el gran Dios contra quien hemos pecado, puede borrar nuestro delito. Por consiguiente, acudamos a él en busca de misericordia. Y cuidado que no nos dejemos desviar por algún ministro que desee que acudamos a él en busca de lo que solo Dios puede concedernos careciendo de todo fundamento en la palabra de Dios sus pretensiones. Y aún cuando fuesen ordenados para pronunciar palabras de absolución en nombre de Dios, será siempre mejor que acudamos nosotros mismos en busca de perdón al Señor Dios, en nombre de Jesucristo, Mediador único entre Dios y los hombres, ya que sabemos de cierto que éste es el camino verdadero. La religión por encargo es asunto peligroso. Infinitamente mejor y más seguro es que te ocupes personalmente en los asuntos de tu alma y no los encargues a ningún otro.
Sólo Dios puede justificar a los impíos, y puede hacerlo a la perfección. El echa nuestros pecados detrás de sus espaldas, los borra, diciendo que aunque se busquen, no se hallarán. Sin otra razón que su bondad infinita ha preparado un camino glorioso mediante el cual puede hacer que los pecados que son rojos como escarlata sean más blancos que la nieve y remover de nosotros las transgresiones tan lejos como el oriente del poniente. Dice su palabra: “No me acordaré de tus pecados,” llegando hasta el punto de aniquilarlos. Uno de los antiguos dijo maravillado: “¿Qué Dios como tú que perdonas la maldad y olvidas el pecado del resto de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque es amador de misericordia.” (Miqueas 7:18)
No hablamos aquí de justicia, ni del trato de Dios con los hombres, según sus merecimientos. Si piensas entrar en relación con Dios justo sobre la base de la ley, la ira eterna te aguarda amenazadora por cuanto esto es lo que mereces. Bendito sea su nombre, porque, no nos ha tratado según nuestros pecados; y hoy nos trata en términos de gracia inmerecida y compasión infinita, diciendo: “Os recibiré misericordiososo y os amaré de voluntad.” Creedlo, porque ciertamente es la verdad que el gran Dios trata al culpable con misericordia abundante. Sí, puede tratar al impío como si siempre hubiera sido pío. Lee atentamente la parábola del “hijo pródigo,”
Y verás como el padre perdonador recibe al hijo errante con tanto amor como si nunca se hubiera extraviado y nunca contaminado con las pérdidas. Hasta tal punto el padre demostraba su cariño que el hermano mayor halló en ello motivo de murmurar, pero por eso el padre no cesó de amarle. OH, hermano, por culpable que fueras, con tal de que quieras volver a tú Dios y padre, te tratará como si nunca hubieras hecho mal alguno. Te considerará justo y te tratará conforme. ¿Qué dices a esto?
Deseo aclarar bien lo glorioso de este caso. Ya que nadie sino Dios pensarían en justificar al impío, y ya que nadie sino Dios, lo podría hacer, ¿no vez como Dios, sin embargo, bien lo puede hacer? Fíjate en como el apóstol extiende el reto: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que los justifica.” Habiendo Dios justificado a una persona, está bien hecho, rectamente hecho, justamente hecho, y para siempre perfectamente hecho. El otro día leí un impreso lleno de veneno contra el evangelio y los que predican. Decía que creemos en una teoría por la cuál nos imaginamos que el pecado se puede alejar de los hombres. Nosotros no creemos en teorías: proclamamos un hecho. El hecho más glorioso debajo del cielo es éste que Cristo por su preciosa sangre real y positiva aleja al pecado y que Dios por amor de Cristo, tratando a los hombres en términos de misericordia divina, perdona a los culpables y los justifica, no según algo que vea en ellos o prevé que habrá en ellos, sino según la riqueza de la misericordia que habita en su propio corazón. Esto es lo que hemos predicado, lo que predicaremos en tanto que vivamos. “Dios es el justifica,” el que justifica a los impíos. El no se avergüenza de hacerlo, ni nosotros de predicarlo.
En la justificación hecha por Dios mismo no cabe duda ninguna. Si el juez me declara justo, ¿quién me condenará? Si el tribunal supremo de todo el universo me ha pronunciado justo, ¿quién me acusará? La justificación de parte de Dios es suficiente para la conciencia despierta. El Espíritu Santo mediante la misma sopla la paz sobre nuestro ser entero y no vivimos ya atemorizados. Mediante tal justificación podemos responder a todos los rugidos y a todas las murmuraciones de Satanás y de los hombres. Esta justificación nos prepara para morir bien, a resucitar y arrostrar el último juicio.


Dios es el que justifica
“Sereno miro ese día:
¿Quién me acusará?
En el Señor mi ser confía;
¿Quién me condenará?”
Amigo/a, el Señor puede borrar todos tus pecados, “Todos los pecados serán perdonados a los hijos de los hombres.” Aunque te hallaras enfangado hasta lo sumo en la miseria, El puede con una palabra limpiarte de la lepra diciendo: “Yo quiero; sé limpio.” El Señor Dios es gran perdonador. “Yo creo en el perdón de los pecados.” ¿Tú crees?
Aún en este mismo momento el Juez puede pronunciar sentencia sobre ti, diciendo: “Tus pecados te son perdonados: vete en paz” Y si así lo hace, no hay poder en cielo, en la tierra, ni debajo de la tierra que te pueda acusar, ni mucho menos condenar. No dudes del amor del Todopoderoso. Tú no podrías perdonar al prójimo, si te hubiera ofendido como tú has ofendido a Dios. Pero no debes medir la gracia de Dios con la medida de tu estrecho criterio. Sus pensamientos y caminos están por encima de los tuyos tan alto como el cielo encima de la tierra.
“Bien,” dirás tal vez, “gran milagro sería que Dios me perdonara a mí.” ¡Justo! Sería milagro grandísimo, y por lo tanto es muy probable que lo haga, porque El hace “grandes cosas e inescrutables,” para nosotros inesperadas.
En cuanto a mí, quedé quebrantado bajo un terrible sentimiento de culpa que me hacía la vida insoportable; pero al oír la exhortación: “Mirad a mí y sed salvos todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios y no hay otro,” entonces miré, y de un momento me justificó el Señor Jesucristo, hecho pecado en mi lugar, fue la que vi, y esa vista dio reposo a mi alma. Cuando los mordidos por las serpientes venenosas en el desierto miraron a la serpiente de metal, quedaron sanos inmediatamente, y así yo al mirar con los ojos de la fe al Salvador crucificado por mí. El Espíritu Santo, quién me dio la facultad de creer, me comunicó la paz mediante la fe. Tan cierto me sentí perdonado como antes me había sentido condenado. Avíame sentido cierto de la condenación, porque la Palabra de Dios me lo había declarado, dándome testimonio de ello la conciencia. Pero cuando el Señor me declaro justo, quedé igualmente cierto por los mismos testimonios. Pues la Palabra de Dios en las Escrituras dice: “El que en El cree, no es condenado,” y mi conciencia me daba testimonio de que creía y de que Dios al perdonarme era justo. Así es que tengo el testimonio del Espíritu Santo y de la conciencia, testificando ambos a una misma cosa. ¡Cuánto deseo que el lector reciba el testimonio de Dios en este asunto, y bien pronto tendría también el testimonio en sí mismo!
Me atrevo a decir que un pecador justificado por Dios, se halla sobre fundamento más firme que el hombre justificado por las obras, si tal hombre existiera. Pues nunca estaríamos ciertos de haber hecho bastante de obras buenas: la conciencia quedaría siempre inquieta por sí, después de todo, faltara algo, y solamente descansaríamos sobre la sentencia falible de un juicio dudoso. En cambio, cuando Dios mismo justifica y el Espíritu Santo le rinde testimonio, dándonos paz con Dios, entonces sentimos que el hecho es firme y bien sólido, y el alma entra en descanso. No hay palabra para explicar la calma profunda que se apodera del alma que recibe esa paz de Dios que sobrepuja todo entendimiento. Amigo/a búscala en este mismo momento.