jueves, 21 de febrero de 2019

“TODA AUTORIDAD ME HA SIDO DADA EN EL CIELO Y SOBRE LA TIERRA”

La importancia del tema 1. El cristianismo es Cristo Los fundadores de las diferentes religiones que han ganado la adhesión de vastos sectores de la humanidad se consideraban a sí mismos como receptores de una visión especial y verídica sobre el sentido de la vida humana que les ha permitido enseñar a los hombres caminos de perfección. Como es natural, los discípulos y adeptos, movidos por el respeto que sentían frente al maestro cuyas enseñanzas habían aceptado, tendían a divinizar al fundador. Sin embargo, esta tendencia correspondía a un desarrollo posterior del movimiento, y no a su principio. En el caso del cristianismo todo es diferente, puesto que, desde las primeras formulaciones doctrinales, todo dependía de la Persona de Cristo. Con toda naturalidad, sin que asomara indicio alguno de megalomanía, Cristo mismo llamaba la atención de las gentes hacia su Persona, declarando que verle a él equivalía a ver al Padre, conocerle era conocer a Dios, y que él mismo era "Camino, Verdad y Vida", sin el cual nadie llegaría al Padre (Jn 14:5-11). Volveremos a notar algunas de las declaraciones que establecen el hecho de esta conciencia de sí mismo como Dios, pero aquí nos interesa subrayar el hecho de que es imposible comprender el cristianismo (o ser cristiano), sin admitir que Dios se ha revelado en el Hijo, puesto que él constituye el Centro de la revelación divina y que en él se halla la misma sustancia de la Fe cristiana. No basta decir que el cristianismo fue fundado y propagado por medio de Cristo, pues la verdad bíblica se expresa por la afirmación: "el cristianismo es Cristo". 2. El hecho histórico Recordamos las consideraciones del Capítulo I, que pusieron de relieve el hecho notable de que llegamos a conocer la Persona de Cristo por medio de cuatro escritos fundamentales, basados sobre evidencia muy temprana, según las declaraciones de Lucas en su Evangelio (Lc 1:1-4), notándose que la hipótesis de que cuatro autores, sin mutua colaboración previa, "inventasen" a un Protagonista de la categoría sublime de Cristo, supondría mayor milagro en los campos de la literatura y de la historia que la aceptación normal de la Persona tal como se presenta a sí misma a través de los escritos de los Evangelistas. La historicidad de Cristo viene a ser un hecho tan fundamental que, si se acepta, el que busca la verdad tiene delante un camino expedito que le lleva indefectiblemente a la salvación por medio de Cristo. No debe extrañarnos, pues, que haya sido muy combatido este postulado fundamental. La suficiencia carnal del hombre le lleva a la repulsa frente a lo sobrenatural, y, al querer socavar la base de la revelación divina, tiene que buscar cualquier argumento que debilite la historicidad de la Persona de Cristo tal como se presenta en la Biblia. Al mismo tiempo muchos teólogos radicales quieren aprovechar el valor emotivo del nombre de "Jesús" como ejemplo supremo de amor, bien que arrancándolo arbitrariamente de su contexto bíblico y del marco de la doctrina cristiana. Según la llamada "crítica de forma", las narraciones de los Evangelios tienen su origen en la predicación de los evangelistas de los años sesenta del primer siglo, amoldadas a las exigencias de la labor propagandística. Varios "tipos" de incidente (o de lección) llegaron, según ellos, a revestirse de formas estereotipadas, y corresponde a los críticos de hoy "desmitificar" este material, en busca de lo que podía haber de verdad en todo ello. R. Bultmann ha llevado este proceso a un extremo tal que apenas afirma más que la existencia de un cierto Jesús, y el hecho innegable de su muerte bajo Poncio Pilato. Esta escuela considera que la mayor parte de las enseñanzas atribuidas a Jesucristo en los Evangelios son moralejas añadidas a un pequeño núcleo de incidentes y dichos verídicos. Podemos admitir que la repetición de las narraciones evangélicas daba lugar a algunas formas estereotipadas, puesto que muchos tenían que aprenderlas de memoria; por métodos catequísticos, en la ausencia de escritos ya autorizados, pero eso no disminuye la verdad de su contenido. No hay nada que nos obligue a creer que no existieran tanto testimonios escritos como tradiciones orales fidedignas desde el comienzo del ministerio del Señor. Los discípulos no eran analfabetos, y el tema era fascinante. La existencia misma de la Iglesia, con su cuerpo de evangelistas, suponía una base de verdades, aceptadas con fe plena por hombres que habían dejado ya sus dudas para convertirse en héroes. Por el año 50 Pablo redactó sus dos cartas a los Tesalonicenses, que no pretendían ser una exposición doctrinal acerca de Cristo y su obra, y que, sin embargo, evidencian la existencia de un cuerpo completo de enseñanza apostólica sobre su Persona y obra. No habían mediado más de veinte años desde la Cruz y la Resurrección, que es período suficiente para la afirmación y desarrollo bajo la guía del Espíritu Santo a través de los Apóstoles, de los rasgos esenciales de la enseñanza cristiana, pero en manera alguna bastan para el desarrollo de un mito que transformara a Jesús, enseñador y mártir, en el Cristo de Dios, único Salvador y Señor de la gloria. Nos parece que hace falta mucha más credulidad para ser "incrédulo", que para aceptar hechos históricos que gozan de mucha mejor testificación que aquellos que afirman, por ejemplo, los triunfos de Alejandro Magno. Bases para la doctrina de la persona de Cristo 1. La Persona que se retrata por medio de los relatos evangélicos Dejemos por el momento los datos que Mateo y Lucas nos ofrecen sobre el nacimiento del Señor y el significado de la encarnación, para concentrar nuestra atención en la Persona que se nos presenta cuando meditamos en todos los incidentes y enseñanzas que recogen los cuatro evangelistas. Es evidente que no podemos llegar a conocer a una persona humana a no ser que establezcamos un trato íntimo con ella, lo que nos proporciona la oportunidad de fijarnos en lo que hace, lo que dice y, sobre todo, en cómo reacciona ante otras personas y frente a las diversas coyunturas de la vida. Quedamos maravillados ante la sabiduría y gracia de Dios al proveer para nosotros los incidentes de los Evangelios, ya que la consideración de ellos nos pone en contacto personal con Cristo. Es evidente la importancia de las obras del Señor, como también la de sus sencillas y profundas palabras; pero, sobre todo, hemos de fijarnos en las actitudes que adopta para que podamos discernir "la mente de Cristo". Plena conciencia de su propia autoridad Después de las enseñanzas del Sermón del Monte los oyentes se asombraron "porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas" (Mt 7:29). Él interpretaba el Antiguo Testamento como Autor de los escritos sagrados (por su Espíritu), y complementaba la interpretación mediante conceptos relacionados con su propia Persona y Obra, pudiendo decir como última autoridad, "mas YO os digo". Igualmente ejercía plena autoridad frente a los espíritus malignos, ante el asombro de la gente (Mr 1:21-28). Controlaba los vientos y el mar embravecido (Mr 4:35-41), o sea, las fuerzas de la naturaleza. Ningún potentado del mundo era capaz de estorbar el cumplimiento de su misión (Lc 13:31-33). Aun durante la Semana de la Pasión el Señor Jesucristo controlaba la situación hasta en sus mínimos detalles, y procurando los jefes del judaísmo juzgarle a él, era él quien les juzgaba a ellos. Frente a la muerte, enemigo invencible que el hombre jamás pudo dominar, declaró: "Yo soy la Resurrección y la Vida", probando su aserto por llamar a Lázaro de la tumba (Jn 11). La victoria sobre el pecado y la muerte por medio de la Cruz y la Resurrección consolidó su autoridad frente a la humanidad, y la comisión de evangelizar a todos fue precedida por la declaración: "Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y sobre la tierra" (Mt 28:18-20). Una perfecta expresión de amor y de gracia Todo lector de los Evangelios podría aducir repetidos casos de la manifestación de la misericordia, la gracia y el amor del Señor, que es algo tan evidente que sólo recordamos el hecho de que colocó su mano sobre las llagas del leproso (Mr 1:40-44), que consoló a la viuda aun antes de devolverle su hijo ya resucitado (Lc 7:11-17). Hagamos memoria también de la bendición que recibió la mujer "pecadora" en la casa de Simón el fariseo (Lc 7:36-50), con el hecho de que quiso ser huésped de Zaqueo, pese a la excomunión que pesaba sobre él por ser publicano. En todo le convenía cumplir su misión de buscar y salvar lo que se había perdido (Lc 19:1-10). Tanto la autoridad como la gracia hallaron sublime expresión cuando prometió al ladrón arrepentido: "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23:39-43). El lector no debiera pasar por alto ninguna frase de los Evangelios sin meditar en lo que revela de la Persona del Señor, para preguntarse después cuál será el significado de esta perfección, que no puede explicarse sólo por decir que hallamos en Cristo la floración consumada de los mejores rasgos humanos. El cuadro total, el retrato que presentan los Evangelios, exhibe pinceladas que pasan más allá de lo meramente humano, dando fe a la declaración del Maestro: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14:9). Un hecho tan complejo en el detalle y a la vez tan sublime en su conjunto singular exige una explicación, de modo que, aun sin el testimonio histórico sobre la encarnación, tendríamos que suponer una entrada única y divina en la raza humana que correspondiera a los múltiples datos del ministerio del Señor en la tierra. Tal Persona era Hombre, pero, a la vez, era mucho más que Hombre. Las declaraciones del Señor en cuanto a su propia persona 1. Su humanidad real Los errores doctrinales sobre la Persona de Cristo han fluctuado siempre entre la negación de la realidad de su humanidad, con el fin de enfatizar su deidad; o la negación de su deidad en aras del concepto de la apoteosis de la humanidad en su Persona, o sea, el ensalzamiento de un Hombre hasta niveles "divinos". Muy tempranamente los docetitas (pensamos, por ejemplo, en Cerinto, un enseñador gnóstico) consideraban que la humanidad y los sufrimientos de Cristo eran más aparentes que reales. En cambio los ebionitas negaban la realidad de su deidad. El arrianismo, una herejía muy extendida en los siglos IV y V, postulaba un ser muy sublime, "casi Dios" y "como Dios", pero que carecía de la sustancia y esencia de la deidad. Los conceptos religiosos humanistas de hoy niegan la realidad de la deidad de Cristo, subrayando su sublimidad moral como ejemplo, sin admitir los datos bíblicos que le presentan como Hijo de Dios e Hijo del Hombre. Evidentemente, los observadores de Cristo en Palestina durante su ministerio terrenal no necesitaban pruebas de su humanidad, ya que le veían como hombre, entre hombres, y muchos pensaban que podían definirlo por decir: "¿No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos? ¿Cómo es que ahora dice: Del cielo he descendido?" (Jn 6:42). Después de establecerse como doctrina cristiana la realidad de la deidad de Cristo, gracias a la comprensión espiritual de los Apóstoles y de otros testigos de tantos hechos insólitos, que sólo se explicaban como manifestaciones de atributos divinos, llegó a ser necesario recordar la naturaleza humana de Cristo. Normalmente los testigos autorizados dan fe del hecho de que Jesús pasó por todas las experiencias normales de la vida humana. Nació de madre humana, creció en sabiduría y en edad; padecía hambre, sed y cansancio; comía, bebía y dormía. En la parte psicológica era hombre, ya que se gozaba en espíritu, se afligía ante impresiones dolorosas y deseaba la compañía y comunión de sus discípulos en la hora de su agonía. Fue tentado por el diablo, pero sin ceder ante el empuje del enemigo, y, como Siervo de Jehová en la tierra, llevaba una vida caracterizada por la oración y la fe, pues nunca empleó su poder divino para eludir las consecuencias de su humanidad. Por fin murió y fue sepultado. Su humanidad no cesó por el hecho de la Resurrección, sino que permanece glorificada a la Diestra de Dios (1 Ti 2:5). Con todo, es importante que escuchemos el testimonio del mismo Señor, quien se refería a sí mismo empleando el título "Hijo del Hombre", que, según el giro hebreo, significaba aquel que resumía en sí mismo la naturaleza humana. Corresponde a los títulos que emplea Pablo: "el postrer Adán" y "el segundo Hombre del Cielo" (1 Co 15:46-48). No sólo era "Hombre" entre otros, sino también, siendo Creador del hombre, al encarnarse, resumió en sí la perfección de la raza. El diablo, al tentarle, dijo: "Si eres Hijo de Dios", pero el Señor contestó: "No sólo de pan vivirá el hombre", con obvia referencia a sí mismo (Mt 4:3-4). A los judíos recalcitrantes de Jerusalén dijo: "Procuráis matarme a mí, hombre que os he hablado la verdad" (Jn 8:40). Al reprochar a los judíos de Galilea por no haber recibido el testimonio del Bautista en su ascetismo, ni el suyo propio, tan distinto, en su trato diario con los hombres, recalca la normalidad de su vida humana: "Vino el Hijo del Hombre que come y bebe, y dicen: He aquí un hombre comilón y bebedor de vino, amigo de publícanos y de pecadores" (Mt 11:18-19). La calumnia era maliciosa, pero se basó en la vida normal de Jesús como hombre que se desenvolvía en la sociedad de los hombres. 2. Su naturaleza divina Al discurrir sobre el misterio de la Trinidad (Capítulo III) pusimos de relieve que esta doctrina no fue promulgada dogmáticamente por el Señor, sino que los discípulos fueron llevados a confesarle como "Señor y Dios" como resultado de las repetidas y constantes impresiones que recibían al contemplar sus obras, al escuchar sus palabras y al admirar su Persona. Recordamos aquí la importancia de este modo de declarar la deidad de Cristo, añadiendo unas manifestaciones del Señor mismo que son de gran importancia, siendo típicas y no exhaustivas. Se hallan principalmente en el Evangelio de Juan, pero veremos también que no falta evidencia análoga en los Evangelios sinópticos. "Antes que Abraham fuese, YO SOY", declaró Cristo ante los judíos enemigos, quienes, en consecuencia, tomaron piedras para lapidarle (Jn 8:58-59). "Yo y el Padre una cosa (esencia) somos", insistió el Señor después del discurso sobre el Buen Pastor, y de nuevo los judíos entendían que reclamaba igualdad con Dios, volviendo a amenazarle con piedras por blasfemo (Jn 10:30-33). Ya hemos notado las profundas enseñanzas de (Jn 14:5-11); de igual forma la oración del Señor que se conserva en (Jn 17) es incomprensible fuera de la plena conciencia que el Señor tenía de su unión esencial y peculiar con el Padre. Todo cuanto el Hijo hace en el curso de su misión nos impulsa a honrarle como honramos a Dios, y el que no lo hace, deja de honrar al Padre (Jn 5:22-23). Si no confesamos la plena deidad de Cristo, sus palabras recogidas en (Mt 11:27) carecen de sentido: "Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo sino el Padre; ni al Padre conoce alguno sino el Hijo y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar". Llegamos a las profundidades del Ser del Trino Dios, donde los secretos se comparten entre Padre, Hijo y Espíritu Santo (1 Co 2:10-11). La intensa luz de la gloria de Dios se vuelve en tinieblas ante los ojos de los hombres sin esta obra reveladora del Hijo y del Espíritu Santo. 3. Las invitaciones del Señor y el perdón de los pecados Ya vimos al principio de este estudio que los fundadores de las grandes religiones solían hablar de revelaciones que les capacitaban para enseñar caminos de perfección a los hombres, mientras que, en el cristianismo, todo se encierra en la Persona de Cristo. Esto se hace muy patente al escuchar las invitaciones del Señor. No faltan instrucción en justicia, ni principios espirituales de amplia aplicación, pero siempre se halla implícita en todos ellos la virtud de la Persona de Cristo y la necesidad de su obra, lo que llega a clarísima expresión en (Mt 11:28): "Venid a Mí todos los que estáis trabajados y cargados, y YO os haré descansar". Estamos tan acostumbrados a asociar esta invitación con el Señor que es preciso hacer un alto con el fin de pensar cómo sonaría aquello si procediera de otra boca que no fuese la suya. Sólo en Cristo se halla la solución a todos los problemas humanos, y es preciso acudir a él para el remedio de todos los males. Tal declaración sería la quintaesencia de la locura o de la blasfemia si no se tratara de Cristo, del Dios Hombre. Lo mismo pasa con la invitación de (Jn 7:37-39): "Si alguno tiene sed, venga a mi y beba. El que cree en mí...". El era la Roca de donde fluía agua viva, según las figuras del Antiguo Testamento, cumplidas sobre todo en el Día de Pentecostés. O se trata de las ilusiones de un visionario trastornado, o de los engaños de un embaucador, o hemos de aceptar las declaraciones como una prueba más de que Dios se había manifestado en carne. Una cuidadosa lectura de Juan capítulos 3 a 11 hará ver que no hemos citado casos excepcionales, sino típicos, ya que, repetidamente, Cristo se puso a la disposición de las almas con el fin de que recibieran la vida eterna. Los escribas que presenciaron la curación del paralítico (Mr 2:1-12) tenían mucha razón al razonar: "¿Quién puede perdonar pecados, sino uno solo, Dios?". Sin embargo, su ceguera espiritual impedía que reconocieran la autoridad divina de Uno que manifestaba tanto la potencia como la gracia de Dios por medio del gran cúmulo de sus obras, que no eran meros "portentos", sino, según la expresión de Juan, "señales", que hacían ver que el Hijo del Hombre tenía potestad en la tierra para perdonar pecados. La doctrina de la encarnación Las objeciones a la doctrina. Todas las objeciones que se oponen a la realidad de la encarnación vienen a decir: "Puesto que nosotros, los hombres, nunca hemos conocido un nacimiento en que no intervinieran padre y madre, engendrando aquél y concibiendo ésta, no podemos admitir un nacimiento virginal, en el que la madre concibe por obra del Espíritu Santo". Es legítimo que sea escudriñado cuidadosamente un acontecimiento fuera del orden natural que conocemos, y no hemos de aceptarlo por mera tradición; sin embargo, la objeción pierde bastante fuerza si tomamos en cuenta los factores que se expresan a continuación: 1) Las bases de la doctrina. En la procreación de criaturas humanas entran factores que se describen por la genética con cada vez mayor precisión y detalle, pero ni el especialista más renombrado en esta ciencia puede explicar cómo y por qué los genes dirigen el desarrollo del feto desde su concepción, durante los nueve meses de gestación, hasta nacer la criatura humana, dotada de miles de órganos de una asombrosa complejidad, siendo ya una personalidad humana, con las características únicas y peculiares que se revelarán en el niño, en el joven y en el hombre. Aceptamos el hecho por su constante repetición, y no porque lo entienda nadie. 2) La Biblia dirige nuestra atención a la intervención de Dios en la historia de los hombres, y este concepto nos libra de ser prisioneros de un proceso natural, mecánico y determinista. El que creó al hombre y mantiene la raza por medios tan maravillosos bien puede ordenar de modo especial la entrada del Hijo en el mundo con el fin de participar en la "carne y sangre" de la raza y a los efectos de llevar a su consumación el plan de la redención. ¿Es tan increíble, aceptando este postulado para un caso único, que el óvulo de la mujer María, entonces virgen, fuese fecundado por la potencia del Espíritu vivificador? Notemos que no aceptamos "partenogénesis" (concepción sin la intervención de los dos sexos) como método normal en la raza humana, sino que nos limitamos a lo que Dios ha revelado en cuanto a este único caso del Señor Jesucristo, manifestado posteriormente como Dios y Hombre. 3) Ya hemos visto que la Personalidad del Señor Jesucristo es única y peculiar, con manifestaciones de una humanidad cabal, además de las de la plenitud de la Deidad, y los hechos históricos que garantizan esta vida única han de ser explicados por un origen de vida humana que también es único y especial. 4) Los Evangelistas Mateo y Lucas (Mt 1:18-25) (Lc 1:26-38) (Lc 2:6-7) hacen constar el hecho del nacimiento virginal del Señor del mismo modo en que historian los demás incidentes de la vida de Cristo, sobre la base de información fidedigna recogida de José y María. Un acontecimiento no se verifica por ser más o menos normal o creíble, sino por el valor del testimonio que lo garantiza. No hay nada en las narraciones que dé la menor impresión de que se trata de una mera fantasía o leyenda. 5) Muchos teólogos (Brunner, por ejemplo) quieren quedar con el hecho de la encarnación sin comprometerse a aceptar la doctrina del nacimiento virginal de Jesús, pero jamás explican cómo aquella Persona, cuyas glorias hemos contemplado, pudo nacer de un padre y una madre de la raza perdida. Por procreación normal tal criatura podría ser más o menos destacada dentro de la naturaleza humana, pero jamás podría ser el Dios-Hombre que se nos presenta en los Evangelios. Si en algún momento pudo cortarse la transmisión del pecado, y es un hecho que Cristo "no conoció pecado", tuvo que ser en las circunstancias descritas por Gabriel en (Lc 1:35): "El Espíritu Santo vendrá sobre ti (María) y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra". Los dos títulos que señalan el Hecho. Estos son los siguientes: "El Hijo de Dios" y "el Hijo del Hombre". Ya hemos considerado el segundo, como expresión de la esencia de la humanidad, y reiteramos que se trata del Creador del hombre quien recaba para sí la naturaleza que había otorgado. El título "Hijo del Hombre" señala la esencia de la humanidad sin pecado, pues éste afea la humanidad sin ser parte original de ella. Del mismo modo el título "Hijo de Dios" afirma una participación completa en la naturaleza de Dios. Sin embargo, es preciso distinguir dos usos del título, puesto que "el Hijo" o "el Hijo de Dios" puede referirse a las condiciones esenciales del Trino Dios que jamás han sufrido alteración. En tal caso el contexto revela que se trata del Hijo que siempre era, quien, habiendo aceptado la responsabilidad para el cumplimiento de la obra redentora, fue enviado por el Padre como tal "Hijo eterno" (Jn 3:16) (1 Jn 4:9-10) (Ga 4:4-5). Tengamos en cuenta, sin embargo, que "Hijo de Dios" se emplea a veces como título mesiánico, y según este uso, hubo un "principio" que corresponde a la misión redentora (Lc 1:35) (He 1:5). La formulación de la doctrina Reiteramos que la doctrina de la Persona de Cristo surge de la experiencia de los Apóstoles que observaron y escucharon a su Señor, llegando a comprender no sólo el hecho obvio de su humanidad, sino también la realidad de su Deidad, adorándole como Dios, pese a su estricta crianza como israelitas que reservaban su culto para un solo Dios. Con todo, frente a los embates de distintas herejías, fue necesario evitar errores por medio de la formulación de la doctrina, un proceso que llegó a su consumación en los Concilios de Nicea y de Calcedonia. No aceptamos las decisiones de estos Concilios como imposiciones eclesiásticas, pero apreciamos los esfuerzos hechos por los padres griegos al luchar con el problema de expresar el verdadero sentido del texto bíblico en cuanto a la Persona de Cristo. En Nicea se formulaba la doctrina de la deidad de Cristo frente al arrianismo, y en Calcedonia se llegó a expresar la verdad en cuanto a la Persona de Cristo, el Dios-Hombre, y su fórmula ha sido normativa para "cristianos ortodoxos" desde entonces hasta ahora. 1. Las naturalezas y la Persona La naturaleza humana indica todo lo que es propio del hombre como tal, según Dios lo creó a su imagen y semejanza. No incluye el pecado, que es contrario al propósito de Dios en orden al hombre. La naturaleza divina es todo aquello que es propio de Dios, y recordamos el estudio de su Ser y atributos en el Capítulo III. En el Señor Jesucristo se manifiestan, a través de la evidencia histórica, tanto la naturaleza divina como la humana. Con todo, no vemos a dos Personas, sino a una sola, siempre fiel a sí misma, e igual después de la Resurrección como antes de la Cruz. Las naturalezas se manifiestan según las exigencias de la misión del Señor Jesucristo, y no debiéramos procurar analizar sus acciones y reacciones diciendo: "Aquí obra como Dios y allí como Hombre", pues esta Personalidad única es indivisible. Hemos de evitar el peligro de hacer deducciones que no sean garantizadas por la clara luz de la revelación, pero quizá es legítimo pensar que el factor dominante de la Personalidad de Jesucristo es el hecho de ser el VERBO ETERNO, expresión del Trino Dios desde siempre, y que, encarnado (Jn 1:1,2,14), sigue dando a conocer la gloria de Dios, pero dentro de los términos de una vida humana. Llegamos a esta formulación básica de la doctrina de la Persona de Cristo: "En el Señor Jesucristo se hallan dos perfectas naturalezas, la divina y la humana, unidas en una sola Persona, indivisible para siempre". (Apréndase de memoria esta definición que resume la fórmula de Calcedonia). 2. Las consecuencias de la doctrina Si Jesucristo no fuera realmente Hombre, recogiendo en sí todo el valor de la humanidad, no habría podido representar al hombre al efectuar el Sacrificio de la Cruz, ni dar un nuevo principio a la raza ya redimida por el glorioso hecho de su Resurrección (Ro 8:29) He 2). Si no hubiera en él todo el valor supremo de la Deidad, no habría podido satisfacer las demandas de la justicia de Dios al presentarse en Sacrificio expiatorio provisto por el amor de Dios. Su espíritu de eterna santidad le sacó de la muerte, señalándole como "Hijo de Dios con potencia" (Ro 1:3-4). Sólo la doctrina de las dos perfectas naturalezas en una sola Persona echa luz sobre la obra de expiación de la Cruz. Por la misma causa sólo Cristo puede ser Mediador entre Dios y los hombres, según la enfática declaración de Pablo en (1 Ti 2:5-6), y la enseñanza de una buena parte de las enseñanzas de la Epístola a los Hebreos. De estas consecuencias de la doctrina de la Persona de Cristo trataremos en los Estudios que examinarán su obra redentora y mediadora. El problema de la subordinación del Hijo 1. El Hijo no obra en independencia del Padre Hay declaraciones del Hijo en Juan que, a primera vista, no concuerdan con la igualdad de su sustancia y voluntad con el Padre, ya que dice: "No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre"; "Porque yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he decir y de lo que he de hablar" (Jn 5:19) (Jn 12:49). Sin embargo, las obras suyas son divinas y él obra con plena autoridad (Jn 5:19-30). La aparente contradicción desaparece cuando nos fijamos en el contexto de estas declaraciones, que tienen que ver con la misión que el Hijo realizó según el consejo eterno del Trino Dios. A veces en el Nuevo Testamento el título "Padre" representa toda la autoridad del Trino Dios, y bien que el Hijo era igual en esencia y honor al Padre y al Espíritu Santo, como "Siervo de Jehová", quiso subordinarse a los términos y condiciones de su comisión, hasta entregar todas las "provincias" del Reino reconciliadas y sumisas al Padre (He 10:7) (1 Co 15:24). El Hijo empleaba estas frases de "subordinación" aun delante de judíos enemigos, y, sin embargo, éstos comprendían bien las declaraciones sobre su deidad. Tienen por objeto subrayar que el Señor Jesucristo no era uno de tantos falsos "mesías" que se levantaban en Palestina durante aquella época, sino Uno que obraba conjuntamente con el Dios de Israel. 2. Los títulos "Unigénito" y "Primogénito" Los profundos misterios de la Deidad y las relaciones entre las "Personas" del Trino Dios no son comprensibles para la limitada mente humana, lo que exige el uso de términos antropomórficos que los iluminan hasta cierto punto, siendo necesario recordar siempre que las metáforas implícitas han de entenderse a la luz de lo que se revela acerca de la infinitud de Dios. Si analizáramos el término "Unigénito" según su etimología (su estructura como palabra) y en la esfera humana, tendríamos que pensar en el Padre, quien engendra, y en el Ser único engendrado en cierto "momento" dado; sin embargo, el Hijo es tan eterno como el Padre. Comprendemos que Dios se digna dar este conocimiento del Hijo para que tengamos la luz posible sobre su persona, sabiendo que, al trasladar la metáfora a la esfera del Trino Dios, no es posible tal anterioridad, ya que el Trino Dios es eterno. Lo que se destaca es la singularidad del Hijo en relación con el Padre. Nueve veces en la LXX se halla esta designación "monogenés" con el sentido de "bien amado", de modo que no hemos de analizar el vocablo en sus partes etimológicas, sino aceptarlo en su contexto como expresión de amor y de unicidad. De forma análoga "Primogénito" significa literalmente "el primero engendrado", pero el término había llegado a señalar sobre todo preeminencia y distinción, relacionándose en el caso del Hijo, no tanto con el Padre, sino con la "familia" que se había de formar, a la cabeza de la cual el Hijo tiene en todo el primado (Col 1:15-20). No es necesario adoptar la idea de Orígenes sobre "la generación eterna" del Hijo, que no pasa de ser un concepto teológico, que no se basa sobre ninguna declaración bíblica, sino sólo recordar que los términos humanos han de entenderse dentro de la revelación sobre la Deidad que se nos ofrece en la totalidad de las Sagradas Escrituras, limitándose las analogías a lo posible, tratándose de Dios. La persona de Cristo en las epístolas La relación existente entre los Evangelios y las Epístolas. Nos hemos limitado casi exclusivamente a sacar datos sobre la Persona de Cristo de los Evangelios, ya que éstos nos presentan el retrato del Señor a través de su ministerio terrenal. Hemos de recordar, sin embargo, que el Espíritu Santo, a través de los apóstoles, había de glorificar al Hijo, afirmando el Maestro: "Tomará de lo mío y os lo hará saber" (Jn 16:13-15). Los Evangelios son "apostólicos", ya que son los apóstoles quienes dan fe de lo que era Cristo por medio de estos escritos. Pero el proceso de revelación había de seguir adelante durante la edad apostólica. En las Epístolas, que surgen de las circunstancias de las iglesias durante los años 50-100, los apóstoles desarrollan la doctrina de la Persona de Cristo, implícita ya en los Evangelios, declarándola a través de sus comunicaciones a las iglesias. El tema es tan amplio que no podemos hacer más que señalar las líneas más importantes de las enseñanzas en las cartas apostólicas, recordando que todos estos Estudios se relacionan directa o indirectamente con la Persona de Cristo. El Señor Jesucristo es el Verbo Creador. Es natural que hallemos la doctrina de Cristo como Verbo Eterno hecho carne, Revelador del Padre y Creador de todas las cosas, en forma más desarrollada en el Evangelio de Juan, escrito ya al final del primer siglo, que no en los sinópticos que reflejan el testimonio temprano, siendo básicas las declaraciones de (Jn 1:1-4,14,17,18). "Sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho", declara Juan, y Pablo desarrolla el mismo tema de forma magistral en (Col 1:15-19) y el autor de Hebreos en las elocuentes frases de (He 1:1-3). El Señor Jesucristo es el Redentor de los hombres y Consumador del plan de Dios. La revelación del Hijo en los Evangelios, la Muerte expiatoria de la Cruz, su Resurrección triunfal, con el envío del Espíritu Santo, constituyen, en su conjunto, la base de la obra salvífica de Cristo, que es el tema que más se destaca en las Epístolas. Como hemos de examinar aspectos de esta obra en estudios sucesivos, sólo hacemos notar aquí que la gloria de la Persona se revela claramente a través de la consumación de su misión. Toda la plenitud de Dios se manifiesta en él, y eso "corporalmente" (Col 1:19) (Col 2:9). Pablo explicó "el misterio de Dios, que es Cristo" (Col 2:2). Un "misterio" es un consejo de Dios que no se había dado a conocer anteriormente en el Antiguo Testamento, revelándose por excelencia en la Persona y Obra de Cristo, sea en relación con la Iglesia, con Israel, o con el Cosmos. Los apóstoles, con referencia especial al apóstol Pablo, son los comisionados por Dios para descorrer el velo que antes "escondía" estos "secretos" de Dios. El principio de la composición y misión de la Iglesia fue revelado a Pablo según sus explicaciones en (Ef 3:2-13). El de "Cristo" resume en sí todos los demás. No nos olvidemos de que su Persona es la misma, trátese de Aquel que consoló a la viuda de Naín, trátese de Aquel en cuyas manos el Padre ha entregado todas las cosas hasta que todo lo creado sea coordinado alrededor de Cristo, el Dios-Hombre, como Centro y Cabeza de la Nueva Creación (Ef 1:10). El Apocalipsis, bajo formas simbólicas, muy transparentes a veces, presenta al Cordero que triunfa sobre el mal e introduce el Reino de Dios en su plenitud, sacando a luz por fin toda la Nueva Creación. Sin embargo, se trata de la misma Persona, el Hijo nacido según la profecía de (Is 9:6), que era: "Admirable Consejero, Dios fuerte, Padre Eterno, Príncipe de paz". Tal es la Persona que se perfila a través de la evidencia bíblica, siendo el retrato consistente y consecuente en todas sus partes, siempre que nos sometamos a la Palabra, sin oponer nuestras limitadísimas ideas a lo que le ha placido a Dios proyectar y revelar.

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