jueves, 10 de enero de 2019

SI SOY HOMBRE DE DIOS...

Esa mañana se pasaba la revista militar de rutina. Los soldados formaban filas ordenadas, cargando sus escudos y armas. — ¡Atención! — grita el sargento — ¡Un paso al frente! Los guerreros obedecen, y el ruido de su equipo bélico se escucha como si fuera el chirrido de una maquinaria herrumbrada. En la ciudad impera una atmósfera lúgubre. Pocos días atrás, el rey Ocozías se había caído por una ventana. Los médicos que lo atienden dicen que es probable que tenga fracturados los huesos de la cadera, las piernas y los brazos. El monarca está muy dolorido. ¿Qué hacer en esta situación? Parecería que los doctores no pueden ayudar mucho. El dolor sigue siendo intenso y el rey no se puede movilizar. Preocupado por su situación, llama a su consejero principal y dice: — Id y consultad a Baal-zebub, dios de Ecrón, si he de sanar de esta enfermedad. Algunos de los pocos servidores que aún temen al Dios de Abraham se estremecen. Saben que es muy grave insultar al Dios de Israel. Los mensajeros del rey salen de inmediato. Pero en el camino los detiene un hombre "velludo, que tenía ceñido un cinto de cuero a la cintura" (2 R 1:8). — ¡Alto! — ordena el extraño personaje. Ellos responden: — Somos los emisarios del rey, nadie puede detenernos. El profeta Elías abre su boca, y con voz fuerte y firme dice: — ¿Acaso no hay Dios en Israel para que vosotros vayáis a consultar a Baal-zebub, dios de Ecrón? Los mensajeros del rey empalidecen. Uno de ellos dice: — Nuestro monarca tiene derecho a hacer lo que a él le plazca. Él puede ir a consultar a Baal-zebub o a la divinidad que le parezca. Para eso es el rey. La voz del profeta de Dios se escucha nuevamente: — Por tanto, así ha dicho el Señor: "De la cama a la cual subiste no descenderás, sino que ciertamente morirás". Los mensajeros tiemblan al escuchar estas palabras. El rey no tiene hijos. La sombra negra de una guerra civil cruza rápidamente por sus mentes. La flema y seguridad de este hombre es tal que vuelven al palacio. El rey les pregunta: — ¿Por qué habéis regresado? Ellos responden y le relatan el mensaje de Elías con toda fidelidad. El monarca se pone rojo de cólera. — ¡Quién se cree que es este Elías! ¡Esta insolencia no se la tolero; de esta no se salva! Yo lo aborrezco por todo lo que hizo sufrir a mi padre el rey Acab y a mi madre la reina Jezabel. El rey trata de incorporarse en su cama pero no puede. Le duelen muchos sus huesos fracturados. — ¡Comandante! — grita el rey —, envíe un capitán con 50 soldados y tráiganme a Elías vivo o muerto. El pelotón se pone en movimiento. Los soldados comienzan a bajar por las calles de la ciudad de Samaria. Mientras caminan, uno le dice a otro: — ¿Por qué mandaría el rey a 50 de nosotros para apresar a un solo hombre? El otro le responde: — Dicen que ese Elías es un profeta del Señor de los Ejércitos. Pero yo no creo en ese "Dios de Israel". Si ese fuese el Dios vivo, no estaríamos en la situación que estamos. — Yo tampoco creo — responde el otro —. Miren a los pueblos a nuestro alrededor. Todos prosperan. Todos, menos nosotros. Parece que los dioses de los sirios y los egipcios tienen más poder y los ayudan. ¿Qué hace por nosotros el Dios de Abraham? Luego de andar muchas horas, llegan a cierta distancia de la cumbre del monte. Allí está sentado el profeta Elías. A la distancia, no se puede ver con exactitud si está orando o meditando. Al aproximarse, los soldados advierten que en su rostro hay paz. Se acercan aún más y el ruido se va intensificando. Sin embargo, Elías se mantiene imperturbable. No está pensando en el rey Ocozías, ese hombre dado a la apostasía. No está meditando en ese monarca, que aunque está gravemente herido rehúsa arrepentirse y buscar al Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Por fin, el grupo se detiene. El capitán toma la palabra y dice: — Oh hombre de Dios, el rey ha dicho: "¡Desciende!". La frase diciendo "oh hombre de Dios" no ha sido dicha con respeto. La voz del capitán suena burlona e incrédula. Apenas termina de dirigirse al profeta, los soldados sueltan una risa burlona. — ¡Ja, ja, ja! — ríen ellos —. El capitán hoy está para la etiqueta y la reverencia. Al decir "el rey ha dicho", el capitán quiere remarcar que el monarca es quien da las órdenes. Él es quien manda, y no el Dios de Elías. En cualquier sistema militar, una orden superior no puede ser modificada por alguien de rango inferior. Elías está allí porque ese es el lugar donde el Señor le dijo que estuviera. Sólo una orden de parte de Dios puede cambiar la situación del profeta. El rey no puede pisotear el mandato de Dios de ninguna manera. Elías es un profeta y, como tal, sólo recibe órdenes del Señor. El capitán le ordena a Elías que descienda. Me imagino a los soldados haciendo jocosamente señales con su mano para ridiculizar al profeta. Quizás alguno agrega: — Si no desciendes, te vamos a bajar a puntapiés, quieras o no quieras. Y en estos menesteres, estos hombres no bromean. Elías está ofendido y dolorido. No porque lo estén tratando a él de esa manera, sino porque lo están haciendo con el mismo Dios de Israel. Dios hace maravillas ante quienes se muestran irreverentes Visualizo la escena. Durante unos instantes, Elías mira a esta gente como dándole una oportunidad de retraerse. Guarda silencio. Pero los soldados allí abajo repiten con sorna: — Oh hombre de Dios, el rey ha dicho que desciendas. Nuevamente mueven burlonamente sus manos de arriba hacia abajo, como el aleteo de un pájaro. El versículo 12 nos cuenta que Elías se pone de pie y dice: — Si yo soy hombre de Dios que descienda fuego del cielo y te consuma a ti con tus cincuenta. En el cielo hay unas pocas nubes, pero no hay tormenta. De pronto, se oye un fuerte ruido. Ha caído fuego del cielo y los soldados han sido consumidos. Los cuerpos han quedado carbonizados. Los escudos han sido derretidos y retorcidos como el fuelle de un acordeón. En la ciudad, en el palacio real, se espera en vano el regreso del capitán. Alguien viene y cuenta lo que ha visto. — ¡Comandante! — dice un campesino —, hemos visto una cosa horrible. Estábamos en el monte y observamos a los soldados subiendo la ladera. Después sentimos un ruido muy extraño. Fuimos tras ellos y los encontramos a todos muertos. Los criados del rey empalidecen. Algunos de ellos saben lo que esto significa. Recuerdan que muchos años atrás, Elías hizo que descendiera fuego del cielo (1 R 18:38). El comandante le explica la situación al rey: — Alteza, tengo malas noticias. — ¡Hable de una buena vez! — ordena el rey. — El capitán y los soldados que mandamos, sufrieron el impacto de una tormenta eléctrica. Usted sabe que las armas y los escudos pueden atraer los rayos. — ¿Cuántos sobrevivieron? — pregunta el rey. — Ninguno — responde el oficial. El rey frunce el ceño y grita con ira: — ¡Por supuesto que esto fue casualidad! ¡Todo fue casualidad! ¡Estas tormentas eléctricas son muy peligrosas! En el palacio, mientras tanto, los sirvientes murmuran. Hablan entre ellos y se preguntan: — ¿Cómo es posible que un rayo mate a 50 personas? Otro agrega: — Los campesinos nos han dicho que no había tormenta. ¿No habrá sido un castigo del Señor? El rey ordena que parta de inmediato otro capitán con 50 soldados para detener al profeta Elías y traerlo ante su presencia. La escena se repite como si fuera una grabación de video. Este otro capitán tampoco teme al Dios de Israel. Palabras idénticas se repiten ante el profeta. Las mismas sonrisas socarronas. Los mismos gestos haciendo mímicas burlonas. Este segundo grupo de soldados no ha entendido lo que le pasó al grupo anterior. Podríamos decir que su prepotencia y pedido es aun mayor, porque desestimaron la condena que los antecedió. El segundo capitán adopta una pose arrogante, de hombre acostumbrado a ordenar y ser obedecido. Tiene un yelmo adornado con una hermosa pluma. De su pecho cuelgan muchos medallones y escarapelas. Hubiera sido un hermoso muestrario para un coleccionista de monedas antiguas. — Oh hombre de Dios, el rey ha dicho así: "¡Desciende pronto!". Elías se levanta y da una respuesta idéntica a la anterior: — Si yo soy hombre de Dios descienda fuego del cielo y te consuma a ti con tus cincuenta. Dice el versículo 12: "Entonces descendió del cielo fuego de Dios y los consumió a él con sus cincuenta". Otra vez se ha producido el mismo estruendo. Los cuerpos que caen pesadamente al suelo, y los escudos, espadas y lanzas han quedado todos retorcidos. La colección de monedas se ha derretido y ha quedado tan irreconocible como su portador. En el palacio pasan las horas y el capitán no regresa. Por fin, llegan noticias. Otros campesinos que transitaban por el lugar, han encontrado los restos calcinados de los soldados. Cuando el monarca recibe el informe, dice: — Sin duda, fue otro rayo. — Majestad — dice uno de sus servidores —, no había ni siquiera una nube. El cielo estaba azul y diáfano. El rey, tirado sobre su lecho majestuoso, no puede disimular su enojo. — ¡Si yo digo que fue un rayo, fue un rayo! Los sirvientes guardan silencio. Temen contradecir a un déspota. En los corredores del palacio, entre sirvientes y soldados, hay un cuchichear constante. — ¡Comandante! — llama el rey —, mande otro capitán con 50 soldados y traigan a Elías de inmediato. Yo le voy a demostrar a ese fanático quién es el que manda aquí. ¡Esta no se la perdono! ¡De aquí no sale con vida! Se oyen unas cuantas imprecaciones. — Alteza — dice el comandante —, ya hemos perdido dos capitanes y 100 soldados. El rey trata de incorporarse en su lecho. Su cara esta roja como un tomate. Sus ojos, inyectados de cólera: — ¡Aquí el que manda soy yo! Sale el tercer jefe militar con su 50 soldados. Va caminando lentamente hacia el monte donde está Elías. — Mi capitán — dice uno de los soldados— , ¿me permite decir algo? — ¡Hable! — responde el oficial. El soldado comienza a tartamudear y dice: — Nosotros lo acompañamos fielmente porque es nuestro deber. Pero no queremos morir quemados. Yo tengo esposa e hijos. Elías es un profeta del Dios verdadero; este ha sido ofendido gravemente. — ¡Calla! — responde el capitán —, yo también honro y temo al Señor de los Ejércitos. No tengan miedo. Yo voy a suplicar misericordia al Dios de Elías. Los soldados, más animados, lo siguen, pero algunos todavía están atemorizados. — Hagan lo que yo hago — les dice el capitán — y van a ver que todo va a salir bien. Comienzan a subir el monte y se acercan en silencio. Allí está sentado Elías con toda calma, meditando u orando. Con prudencia y respeto, el capitán se acerca donde está el profeta. Ante el estupor de sus soldados, se pone de rodillas. Los demás hacen lo mismo de inmediato. ¡Qué escena increíble! Una multitud de curiosos los ha seguido a cierta distancia para ver qué es lo que va a suceder. Pero el versículo 13 nos relata que el capitán no se dirigió al profeta con un tono demandante y prepotente sino como alguien que está pidiendo clemencia: — ¡Oh hombre de Dios, te ruego que sea de valor a tus ojos mi vida y la vida de estos cincuenta siervos tuyos! Los curiosos no lo pueden creer. El capitán se ha arrodillado junto con sus 50 soldados y le está diciendo al profeta que él y sus soldados son sus siervos. Le está rogando que tenga misericordia de ellos y de sus vidas. Luego explica el motivo de su visita: — He aquí, ha descendido fuego del cielo y ha consumido a los dos primeros jefes de cincuenta con sus cincuenta. ¡Sea ahora mi vida de valor a tus ojos! Elías guarda silencio y ora al Señor. "Entonces el ángel del Señor dijo a Elías: Desciende con él, no le tengas miedo" (2 R 1:15). El profeta de Dios obedece. Desciende del monte con el capitán y sus 50 soldados. No marcha como un prisionero; va delante de todo el destacamento que lo sigue con una actitud de respeto y reverencia. La multitud que desde la distancia esperaba ver un episodio similar a los anteriores mira con asombro la extraña caravana. Elías, con toda calma, baja siguiendo el sendero que él elige y el pelotón lo sigue dócilmente. Aquel que un día huyó para salvar su vida de la impía Jezabel (1 R 19:3) ahora va con toda tranquilidad al palacio donde lo espera el hijo de esa misma reina. Al llegar, Elías es guiado hasta la cámara real. En esa espaciosa habitación, adornada con alfombras y coloridos almohadones, está el rey Ocozías postrado en su lujoso lecho. Al entrar el profeta, el soberano trata de incorporarse en la cama ayudado por sus sirvientes. El versículo 16 registra las palabras de Elías, quien con su voz enérgica le dice a Ocozías: — Así ha dicho el Señor: "Por cuanto enviaste mensajeros a consultar a Baal-zebub, dios de Ecrón (¿acaso no hay Dios en Israel para consultar su palabra?), por tanto, de la cama a la cual subiste no descenderás, sino que ciertamente morirás". El rey se desploma. Desearía matar al profeta. Los sirvientes lo abanican, tratando de suavizar su ira. El profeta se retira en silencio. Poco tiempo después, la música fúnebre resuena en el palacio real. El monarca ha muerto.

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